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De la Energía a la Defensa: Cómo el realismo conservador está remodelando el pensamiento estratégico europeo

Construir una Europa conservadora - diciembre 22, 2025

A lo largo del siglo pasado, Europa ha oscilado repetidamente entre momentos de conciencia estratégica y fases de amnesia deliberada. Los periodos de estabilización suelen ir seguidos de la suposición de que la política de poder es cosa del pasado, sólo para ser redescubierta cuando las circunstancias obligan a volver a la realidad.

Este patrón ha configurado no sólo las instituciones europeas, sino también el lenguaje político utilizado para describir la responsabilidad, la soberanía y el riesgo. Para entender las opciones actuales, es necesario dar un paso atrás y reconocer cuántas veces Europa ha tenido que volver a aprender las mismas lecciones bajo presión.

Los debates europeos sobre defensa, energía y política industrial han reflejado durante mucho tiempo esta tensión. Durante muchos años, la seguridad se consideró una preocupación abstracta, abordada en los documentos de estrategia, pero con el foco de atención puesto en la regulación, la redistribución y la gestión del mercado en la elaboración cotidiana de las políticas. Las cuestiones estratégicas se posponían, diluían o confinaban a círculos especializados.

El momento actual no se distingue por la aparición de nuevas amenazas -Europa ya ha vivido anteriormente periodos de inestabilidad-, sino por la creciente toma de conciencia de que la propia postergación se ha convertido en un lastre. Las decisiones que se tomen hoy conformarán la capacidad de Europa para actuar durante las próximas décadas. Esto será vital para responder a las crisis militares, asegurar las cadenas de suministro críticas y mantener la autonomía política en un mundo competitivo.

Este editorial no pretende celebrar actos legislativos individuales ni mayorías institucionales. Su propósito es examinar una transformación más amplia: la reincorporación gradual del pensamiento estratégico a la formulación de políticas europeas. La preparación para la defensa, la capacidad industrial y la seguridad energética ya no se consideran cuestiones marginales o excepcionales. Cada vez se reconocen más como componentes estructurales de la responsabilidad política.

Durante gran parte de las tres últimas décadas, la integración europea se ha guiado por el supuesto de que la estabilidad podía garantizarse mediante normas, mercados e interdependencia. La defensa, la seguridad energética y la capacidad industrial se consideraban preocupaciones secundarias, vestigios de una época pasada supuestamente superados por la globalización y la gobernanza institucional.

Esa época ya ha pasado.

Una serie de decisiones recientes tomadas a nivel de la UE -sobre preparación para la defensa, política industrial y seguridad energética- apuntan a un cambio tangible en la mentalidad estratégica de Europa. La adopción del Mini-Omnibus de Defensa, el avance del Programa Europeo para la Industria de Defensa (EDIP) y el establecimiento de una prohibición legal permanente de las importaciones de gas ruso no son hechos aislados. Colectivamente, estas percepciones ponen de relieve un creciente reconocimiento de que la seguridad no puede improvisarse, externalizarse o posponerse indefinidamente.

Este cambio merece un examen meticuloso. Este cambio no significa una conversión ideológica repentina, sino más bien una convergencia entre la necesidad política y las ideas que los conservadores europeos han articulado durante años.

Los límites de una Europa puramente reglamentaria

Hace tiempo que se describe a la Unión Europea como una potencia reguladora. Su influencia ha sido considerable, configurando mercados, normas y marcos jurídicos tanto a nivel interno como mundial. Este enfoque ha dado resultados concretos en ámbitos como el derecho de la competencia, la protección de los consumidores y la regulación medioambiental.

Sin embargo, la regulación tiene sus límites.

Las crisis de seguridad, los conflictos militares y la coacción geopolítica han puesto de manifiesto la falta de preparación estructural de la Unión para actuar más allá del ámbito civil. La defensa siguió siendo políticamente sensible, fragmentada en los sistemas nacionales y excluida en gran medida de los mecanismos comunes de financiación. La dependencia energética se aceptó como un compromiso económico, a pesar de las repetidas advertencias sobre sus implicaciones estratégicas.

Los conservadores han argumentado sistemáticamente que este desequilibrio conlleva un coste. Las comunidades políticas no pueden confiar exclusivamente en la abstracción jurídica cuando se enfrentan a amenazas materiales. La capacidad industrial, la autonomía energética y la preparación para la defensa no son añadidos opcionales a la gobernanza, sino que forman parte de sus responsabilidades fundamentales.

El momento actual representa un reconocimiento tardío de esa realidad.

El EDIP y el retorno de la lógica industrial a la defensa

La aprobación del Programa Europeo para la Industria de Defensa marca un punto de inflexión en la forma en que la Unión Europea aborda la producción de defensa. Por primera vez, la defensa se trata como una cuestión industrial estructural y no como una respuesta temporal a una emergencia.

El EDIP es importante porque reconoce una verdad simple: la capacidad militar depende de la capacidad de producción, las cadenas de suministro y la planificación a largo plazo. Las existencias de municiones, las instalaciones de mantenimiento y el desarrollo tecnológico no pueden montarse en el momento de la crisis. Requieren una inversión sostenida, coordinación y compromiso político a lo largo del tiempo.

La postura conservadora respecto al EDIP ha sido coherente. El apoyo al fortalecimiento de la base industrial de defensa europea siempre ha ido de la mano del escepticismo ante marcos vagos y carentes de claridad operativa. Los primeros borradores del programa fueron criticados precisamente por eso: corrían el riesgo de dar prioridad a la forma sobre la función.

El texto final refleja varias preocupaciones conservadoras. Introduce límites a los componentes no europeos, reconoce la necesidad de un mercado interior de bienes de defensa resistente e integra a la industria ucraniana como socio estratégico y no como beneficiario pasivo. Estos elementos no garantizan el éxito, pero acercan el programa a sus objetivos declarados.

Por tanto, el EDIP no debe entenderse como un logro final, sino como una prueba. Su relevancia dependerá de la aplicación, la rapidez y el seguimiento político.

El Mini-Omnibus de Defensa y la normalización de la política de defensa

La aprobación por el Parlamento Europeo del Mini-Omnibus de Defensa es un acontecimiento menos visible, pero no por ello menos significativo. A diferencia del EDIP, esta medida no crea nuevas vías de financiación ni lanza grandes iniciativas. En cambio, ajusta los programas existentes de la UE para que puedan utilizarse más eficazmente con fines de defensa y doble uso.

Su importancia radica precisamente en su modesta apariencia.

Durante décadas, la defensa estuvo implícitamente excluida de muchos instrumentos de financiación de la UE. La investigación, las infraestructuras y los programas digitales funcionaban bajo supuestos conformados por un entorno posterior a la Guerra Fría. El Mini-Omnibus revisa esos supuestos, adaptando los instrumentos existentes a las necesidades actuales de seguridad, al tiempo que mantiene la neutralidad presupuestaria.

Lo que cambia aquí no es la magnitud del gasto, sino la lógica subyacente. La defensa ya no se trata como una anomalía que requiere una justificación excepcional. Se convierte en una dimensión integrada de la política europea, integrada en la investigación, las infraestructuras y el desarrollo tecnológico.

Esta evolución refleja una concepción conservadora de la gobernanza: las instituciones deben adaptarse a las circunstancias en lugar de preservar tabúes anticuados. Un marco político es valioso en la medida en que sirve a necesidades reales, no porque permanezca aislado de ellas.

La seguridad energética como imperativo estratégico

La decisión de establecer una prohibición legal permanente a las importaciones de gas ruso completa este panorama más amplio. La política energética se ha enmarcado a menudo como una cuestión técnica o medioambiental. Los recientes acontecimientos han obligado a los responsables políticos a afrontar la energía como una cuestión de seguridad.

A diferencia de las sanciones, que dependen de la renovación periódica y del consenso político, una prohibición legal permanente crea estabilidad y previsibilidad. Elimina una fuente clave de ingresos para una potencia hostil, al tiempo que reduce la exposición de Europa a la presión exterior.

Durante años, la preocupación por la dependencia energética se desestimó en nombre de la asequibilidad o la eficiencia del mercado. Sin embargo, la dependencia de un único proveedor externo siempre ha conllevado riesgos estratégicos. Los conservadores llevan tiempo advirtiendo de estos peligros, basándose en la experiencia histórica más que en un reflejo ideológico.

Al transformar la retirada progresiva del gas ruso en un marco jurídico estructural, la Unión Europea reconoce que las opciones energéticas determinan los resultados geopolíticos. Los mercados no funcionan en el vacío; existen dentro de realidades políticas que deben reconocerse y gestionarse.

Una convergencia moldeada por la necesidad

Sería engañoso describir estos acontecimientos como una victoria conservadora en términos partidistas. Las fuerzas centristas europeas no han respaldado explícitamente la ideología conservadora, ni han reevaluado exhaustivamente los supuestos políticos del pasado.

Lo que se ha producido, en cambio, es una convergencia moldeada por los acontecimientos.

La guerra en las fronteras de Europa, la diplomacia coercitiva y la vulnerabilidad sistémica han reducido el espacio para la abstracción. Los actores políticos que antes se resistían a hablar de defensa y soberanía ahora se ven obligados a hacerlo. El lenguaje ha evolucionado, pero lo que es más importante, también lo han hecho los instrumentos.

Esta convergencia confirma una idea conservadora fundamental: el realismo acaba imponiéndose. Las ideas descartadas por pasadas de moda o excesivas suelen volver cuando las circunstancias no dejan alternativa viable.

El riesgo de la autocomplacencia

Reconocer los avances no justifica suspender el escrutinio. La historia europea ofrece muchos ejemplos de iniciativas ambiciosas que fracasaron en la fase de aplicación.

Los programas de defensa pueden verse ralentizados por los procedimientos de contratación. Las estrategias industriales pueden diluirse por intereses contrapuestos. La diversificación energética puede estancarse bajo la presión económica. Estos riesgos no han desaparecido.

Para los conservadores, la tarea consiste ahora en mantener la presión en favor de la coherencia y el cumplimiento. La preparación para la defensa debe traducirse en una capacidad mensurable. La política industrial debe apoyar la producción en toda la Unión, en lugar de concentrar los beneficios en unos pocos sectores. La independencia energética no puede posponerse sin consecuencias.

La vigilancia es importante precisamente porque ahora la dirección es la correcta.

La cuestión de la estrategia frente al proceso: un dilema europeo

Un reto clave para la gobernanza europea ha sido la tendencia a confundir proceso con estrategia. En la esfera política, la atención se ha centrado a menudo en el cumplimiento de los procedimientos más que en el efecto estratégico. Prueba de ello es la adopción de reglamentos, el establecimiento de marcos y la creación de mecanismos. Se daba por supuesto que la coherencia surgiría automáticamente del cumplimiento.

La competencia estratégica no funciona de acuerdo con esta lógica. Es importante tener en cuenta que el poder se ejerce mejor mediante las capacidades, la oportunidad y la resistencia que mediante la perfección de los procedimientos. Para alcanzar los objetivos de preparación para la defensa, seguridad energética y autonomía industrial, es necesario establecer un orden de prioridades claro entre estos objetivos, y elegir políticamente entre objetivos contrapuestos cuando sea necesario.

La importancia de las recientes decisiones de la UE reside precisamente en su desafío implícito a este reflejo procedimental. Al elevar las preocupaciones de seguridad dentro de ámbitos tradicionalmente regidos por criterios tecnocráticos, Europa está empezando a reintroducir la jerarquía en la elaboración de políticas. Es importante reconocer que ciertos objetivos tienen más importancia que otros. Es importante tener en cuenta que el coste de los retrasos puede variar significativamente.

La capacidad de la Unión para ir más allá de la gobernanza basada en procesos y avanzar hacia una cultura auténticamente estratégica -que acepte las compensaciones, asuma la responsabilidad y reconozca que no todos los riesgos pueden eliminarse mediante la regulación- será clave para determinar si este cambio perdura.

La identidad estratégica de Europa está en juego

En el fondo, el cambio actual plantea una cuestión fundamental sobre la identidad de Europa. ¿Se contenta la Unión Europea con seguir siendo un espacio regulador, influyente en normas pero dependiente en poder? ¿O pretende actuar como un actor estratégico capaz de defender sus intereses y valores?

La civilización requiere protección, algo que los conservadores llevan mucho tiempo diciendo. Los derechos, la prosperidad y la apertura dependen de la seguridad, no al revés. La creciente alineación en torno a la defensa, la industria y la energía sugiere que este argumento está ganando terreno más allá de su electorado tradicional.

La lucidez emergente de Europa no es entusiasmo ideológico. Es producto de la necesidad. El reto ahora es garantizar que esta lucidez se convierta en permanente, dando forma a la política no sólo en momentos de crisis, sino como orientación duradera.

La Historia ha vuelto a Europa. La cuestión es si Europa permanecerá atenta una vez que desaparezca la urgencia.

Los cambios estratégicos en las empresas no se hacen creíbles sólo mediante la legislación. Su importancia sólo se reconoce cuando los líderes políticos aceptan la responsabilidad de los resultados de sus acciones, en lugar de sus intenciones. Europa ha demostrado con frecuencia su destreza a la hora de establecer objetivos ambiciosos y, al mismo tiempo, asignar responsabilidades, creando así una cómoda distancia entre las decisiones y sus consecuencias.

La fase actual pondrá a prueba la capacidad de romper esa pauta. La preparación para la defensa, la seguridad energética y la resistencia industrial imponen costes, compromisos y riesgos políticos. Exigen un liderazgo que sea capaz de articular los fundamentos de estas opciones ante la opinión pública, en lugar de recurrir a la evasión de responsabilidades que suele acompañar a la complejidad institucional.

En este sentido, el verdadero indicador de la madurez estratégica de Europa no se encontrará en los documentos políticos, sino en su disposición a asumir la responsabilidad de las consecuencias de sus acciones -o inacciones- en un entorno global más desafiante.