La decisión de la Unión Europea de imponer nuevas sanciones en diciembre contra personas y organizaciones implicadas en operaciones de información favorables al Kremlin no debe malinterpretarse. No se trata de una disputa cultural, ni de un debate sobre el pluralismo. Es una respuesta a una forma de actividad hostil que las instituciones europeas y los gobiernos nacionales reconocen cada vez más como parte de una confrontación más amplia con Rusia.
Durante años, Moscú ha tratado el espacio informativo como un dominio operativo. La desinformación, la manipulación narrativa y el uso estratégico de las voces occidentales se han convertido en herramientas junto a la diplomacia, las operaciones cibernéticas y la presión militar. Europa no es una espectadora en esta confrontación; es uno de sus principales teatros.
Desde esta perspectiva, las sanciones adoptadas por el Consejo no son arbitrarias ni simbólicas. Se dirigen a actores concretos que, según evaluaciones convergentes en varias capitales europeas, han desempeñado un papel activo en la amplificación de las narrativas rusas destinadas a socavar la confianza en las instituciones occidentales, fracturar la opinión pública y debilitar la cohesión política dentro de la UE y la OTAN.
Las sanciones no son opiniones
Hay un punto que debe quedar claro. Las personas sancionadas no están en el punto de mira por mantener opiniones controvertidas o por expresar críticas a las políticas occidentales. Europa sigue siendo un espacio político pluralista, y el desacuerdo no sólo se tolera, sino que es intrínseco a la vida democrática.
Lo que está en juego aquí es algo diferente: la existencia de esfuerzos estructurados, persistentes y coordinados que se alinean con los objetivos estratégicos de una potencia hostil. Los perfiles implicados importan. Muchos de los sancionados son antiguos miembros del ejército, los servicios de inteligencia o las fuerzas del orden de países occidentales. Sus funciones anteriores les confieren credibilidad, autoridad y acceso, lo que a su vez hace que sus mensajes sean más eficaces.
Precisamente por eso son activos valiosos en la guerra de la información. Sus intervenciones no son comentarios aislados, sino parte de un patrón repetido: las mismas narrativas, los mismos temas de conversación, el mismo encuadre, que circulan a través de múltiples plataformas y del que se hacen eco las redes interconectadas. En este contexto, la intención y el efecto no pueden separarse.
Las instituciones europeas no están sancionando la disidencia; están desbaratando la infraestructura.
Cómo operan las operaciones de información rusas en Europa
Casos recientes ilustran cómo funcionan estas operaciones en la práctica. Las campañas de desinformación rara vez se basan en contenidos crudos o abiertamente partidistas. En cambio, suelen utilizar técnicas diseñadas para mezclarse en el entorno de los medios de comunicación occidentales: artículos fabricados que imitan a periódicos establecidos, el uso de temas técnicos o relacionados con la seguridad, y la rápida retransmisión de contenidos a través de blogs, plataformas de mensajería encriptada y redes sociales convencionales.
Una vez que una narrativa gana tracción en estos espacios, a menudo es recogida por figuras políticas marginales o autodenominados «analistas independientes», dándole un barniz de legitimidad. El objetivo no es necesariamente convencer a la mayoría, sino sembrar la duda, erosionar la confianza y crear confusión. Con el tiempo, la repetición hace el resto.
Esta dinámica es bien conocida por los servicios de seguridad europeos. La observación de los últimos años ha demostrado que los mismos individuos y redes reaparecen en diferentes operaciones, adaptando los temas pero manteniendo una alineación coherente con los mensajes estratégicos rusos. Esta continuidad es una de las razones por las que la UE ha pasado de la observación a la acción.
Un instrumento necesario pero imperfecto
Reconocer la legitimidad de las sanciones no significa ignorar sus implicaciones políticas. Las medidas de este tipo se sitúan en la intersección de la política de seguridad, el derecho y la comunicación pública. Requieren no sólo solidez jurídica, sino también claridad política.
Un punto débil del enfoque europeo reside en cómo se explican estas decisiones al público. Las sanciones se comunican a menudo mediante lenguaje técnico y referencias administrativas, lo que deja espacio para que los actores hostiles las enmarquen como opacas o arbitrarias. Moscú se apresura a explotar esta laguna, presentándose como víctima de la censura mientras retrata a Europa como intolerante con las opiniones alternativas.
Esta narrativa es engañosa, pero gana tracción cuando no se articulan claramente los fundamentos políticos. La cuestión no es si Europa debe actuar; debe hacerlo. La cuestión es si Europa explica sus acciones en términos que los ciudadanos puedan entender y defender.
La defensa del espacio informativo como tarea estratégica
La seguridad de la información ya no es una preocupación secundaria. Está directamente vinculada a la resiliencia nacional, la estabilidad democrática y la autonomía estratégica. Permitir que las redes hostiles operen sin control en nombre de una tolerancia mal entendida equivaldría a una negligencia estratégica.
Al mismo tiempo, la fuerza de Europa reside precisamente en su capacidad para distinguir entre represión y defensa. La credibilidad de la acción occidental depende de que se mantengan unos criterios claros: dirigirse a la coordinación con Estados hostiles, no a la crítica generalizada; desarticular las redes, no silenciar el debate.
Este equilibrio es difícil pero necesario. La alternativa es dejar el campo de batalla narrativo a quienes rechazan abiertamente los principios sobre los que se construyen las democracias europeas.
Las sanciones adoptadas contra las redes de propaganda pro-Kremlin están justificadas y son necesarias. Reflejan la creciente conciencia de que la manipulación informativa no es una amenaza abstracta, sino un instrumento concreto utilizado contra Europa y sus aliados.
Sin embargo, la firmeza debe ir acompañada de claridad. Una UE que comprenda la naturaleza de la confrontación con Rusia también debe ser capaz de explicarla. No para disculparse por defenderse, sino para garantizar que sus acciones refuerzan, en lugar de socavar, la legitimidad política en la que, en última instancia, se apoya Occidente.
Defender el espacio de la información no consiste en limitar la libertad. Se trata de proteger las condiciones que hacen posible la libertad.