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Transiciones geopolíticas y crisis de Occidente: entre Irán, Israel y Ucrania

Conflictos en Oriente Medio - junio 25, 2025

Las intervenciones en Oriente Medio, desde Bagdad hasta Gaza, proporcionan una lección fundamental: el éxito militar no equivale a la consolidación de una paz duradera. El resultado del conflicto armado representa sólo el principio de un complejo desafío: el de la posguerra. En el caso iraní, tras una posible abdicación de Alí Jamenei y la caída del régimen, podría generarse un escenario en el que la estabilización política, la consolidación de las instituciones y el desarrollo de una sociedad civil deban apoyarse en una estrategia a largo plazo. En ausencia de estos factores, el vacío de poder corre el riesgo de ser ocupado por actores no estatales, redes clientelistas o grupos extremistas, comprometiendo las aspiraciones democráticas de la población y alimentando la inestabilidad incluso más allá de las fronteras nacionales. El Irak posterior a Sadam Husein, por ejemplo, se convirtió en un fracaso de la construcción nacional. Del mismo modo, la retirada de Gaza, promovida en su momento por Ariel Sharon, fue seguida de un vacío político que favoreció la radicalización y el ascenso de Hamás. En ambos casos, el error fue renunciar a gestionar la situación generada por el colapso del orden anterior. La falta de apoyo institucional impidió la construcción de mecanismos de gobernanza legítimos y estables, favoreciendo la fragmentación del poder y la proliferación de conflictos. Sin un compromiso concreto para construir instituciones y promover el pluralismo político, cualquier cambio corre el riesgo de ser efímero.

IRÁN: UNA OPORTUNIDAD FRÁGIL Y CRUCIAL

En el caso de Irán, el riesgo de repetir los errores cometidos en otros escenarios de transición es muy alto. El régimen teocrático ha demostrado una notable capacidad de resistencia, gracias también a su sistema represivo, al poder de los Pasdaran y a una retórica ideológica centrada en principios religiosos y antioccidentales. Sin embargo, bajo esta estructura autoritaria, se está desarrollando una sociedad dinámica, urbanizada y educada. Las movilizaciones de las mujeres, las expresiones artísticas y literarias, así como las revueltas juveniles, son signos tangibles de potencial democrático. Tal vitalidad, sin embargo, requiere un contexto político-institucional favorable para traducirse en un proceso de transformación. Sin un marco internacional que apoye la transición y garantice espacios para la acción política, incluso los impulsos más genuinos corren el riesgo de ser neutralizados o explotados por un nuevo autoritarismo. La transición iraní, si se lleva a cabo con visión estratégica, gradualidad y respetando plenamente la autodeterminación del pueblo, podría constituir un punto de inflexión trascendental para toda la región. Un Irán democrático, estable e integrado en la comunidad internacional representaría no sólo el fin del apoyo político, económico y militar a los grupos armados en Líbano, Irak, Gaza y Yemen, sino también una oportunidad concreta para relanzar un proceso de negociación en el asunto israelo-palestino. Sin embargo, la realización de este escenario requiere una coordinación multilateral y una visión compartida que, en la actualidad, son insuficientes: las Naciones Unidas gozan de legitimidad formal, pero carecen de los instrumentos coercitivos necesarios; la Unión Europea mantiene un fuerte compromiso diplomático, pero tiene un peso geopolítico limitado; Estados Unidos, a pesar de disponer de recursos e influencia, sufre una creciente pérdida de credibilidad ante la opinión pública árabe y mundial. A falta de una dirección internacional coherente dotada de los recursos adecuados, cualquier propuesta de estabilización corre el riesgo de quedarse en mera especulación.

UCRANIA COMO VÍCTIMA COLATERAL DEL NUEVO ORDEN REGIONAL

En este contexto geopolítico en rápida evolución, caracterizado por múltiples tensiones simultáneas, la guerra de Ucrania corre el peligro real de quedar relegada con respecto a la centralidad estratégica de Oriente Próximo. La atención de Estados Unidos parece orientarse progresivamente hacia el tablero del Golfo Pérsico y hacia la gestión (de un modo u otro) del dossier iraní, con el resultado de relegar el conflicto ucraniano a una posición marginal en la agenda internacional. La estrategia del magnate se configura como una expresión del realismo político radical, donde los valores democráticos occidentales tradicionales son intercambiables y funcionales a una concepción de la política exterior basada en la persecución de los intereses estadounidenses. Este planteamiento no sólo compromete la coherencia de la acción occidental, sino que pone en peligro la confianza de los socios europeos y de las democracias emergentes en la capacidad de Estados Unidos para actuar como garante de un orden internacional basado en normas compartidas. La idea de asignar a Vladimir Putin un papel de mediación en esta crisis parece un intento de devolver a las posiciones rusas su máximo valor en términos de legitimidad internacional. Asignar un papel negociador a la persona que promovió la agresión armada contra Ucrania y contribuyó a la desestabilización del orden europeo conduciría a la normalización del revisionismo geopolítico ruso. Esta decisión tiene varias complejidades, sobre todo si la observamos en relación con el comportamiento de la administración estadounidense respecto al desinterés hacia el G7 y la reticencia a aplicar más sanciones contra Moscú. Esta combinación de factores pone de manifiesto la incoherencia de la política exterior estadounidense. Estas señales, leídas conjuntamente, alimentan la percepción de una progresiva desvinculación de Occidente de la causa ucraniana, que corre el riesgo de quedar marginada en función de las nuevas prioridades estratégicas. Tal evolución tendría graves implicaciones para la credibilidad del orden internacional basado en la integridad territorial y la condena de la agresión.

LA EROSIÓN DEL CONCEPTO DE OCCIDENTE

La actitud adoptada por los nuevos dirigentes estadounidenses señala un debilitamiento progresivo del concepto de Occidente como comunidad cohesionada, basada en valores compartidos, principios democráticos y objetivos comunes. La posible desvinculación del conflicto ucraniano y la actitud conciliadora hacia potencias autoritarias (como Rusia) representan una peligrosa discontinuidad respecto a la posición tradicional estadounidense. Este cambio estratégico corre el riesgo de comprometer la eficacia geopolítica occidental, favoreciendo la fragmentación de la Alianza Atlántica. En ausencia de liderazgo y de una visión compartida, Occidente podría transformarse en una coalición desintegrada, en la que cada actor actúe según su lógica nacional, abandonando la idea de un orden internacional basado en ciertas reglas. Este escenario representaría un retroceso en la construcción de un sistema global basado en la cooperación y la defensa de la libertad. Para Europa, la progresiva desvinculación de Estados Unidos obliga al continente a asumir un papel más gravoso en la gestión de su propia seguridad. La posibilidad de no poder contar ya con el paraguas estadounidense, que durante décadas ha garantizado la estabilidad y la disuasión, exige una profunda reflexión sobre la necesidad de desarrollar una capacidad de defensa autónoma. Sin embargo, en ausencia de una estrategia común y de herramientas operativas eficaces, la Unión Europea corre el riesgo de seguir siendo un actor incompleto, vulnerable a las presiones exteriores e incapaz de influir en los equilibrios mundiales. Aplastada entre crisis sistémicas, amenazas híbridas y una OTAN cada vez más fragmentada en su visión estratégica, Europa se enfrenta ahora al reto de redefinir su identidad geopolítica y su seguridad continental, so pena de quedar marginada en la escena internacional.

GUERRA Y POSGUERRA: EL VERDADERO RETO ES POLÍTICO

La simultaneidad de los conflictos de Irán y Ucrania exige un replanteamiento profundo y radical de la política internacional. La gestión de las transiciones posbélicas no puede dejarse al azar ni limitarse a operaciones militares, sino que requiere una visión política global y de largo alcance. Esta visión debe ser capaz de promover la estabilidad regional, el fortalecimiento de las instituciones democráticas y la protección de los derechos humanos, evitando derivas neocoloniales que comprometerían la legitimidad de las propias intervenciones. Al mismo tiempo, Occidente está llamado a plantearse una cuestión crucial sobre su futuro estratégico y de valores: ¿es posible mantener una cohesión basada en principios compartidos, o asistiremos a una subordinación progresiva a lógicas de poder cínicas y pragmáticas? La respuesta no sólo influirá en el desenlace de las crisis actuales, sino que determinará decisivamente el destino y la supervivencia del orden liberal internacional a largo plazo, con repercusiones que van más allá de las fronteras regionales y afectan a la estabilidad mundial.