Durante décadas, Europa eligió la energía barata en lugar de la seguridad, porque los europeos trataban las fuentes de energía como una mercancía. Cuando se cerró el grifo del gas, el viejo continente descubrió que la dependencia no es sólo un problema económico, sino también de seguridad, porque la crisis energética que atravesamos ha cambiado por completo las reglas del juego. Para el ciudadano medio, el gas llegaba a través del gasoducto, la electricidad se encendía con sólo pulsar un interruptor y las facturas, aunque a veces un poco elevadas, parecían una parte natural de la vida moderna.
La idea de que la energía podría convertirse en una cuestión de seguridad, comparable a la defensa o la política exterior, parecía exagerada, si no alarmista, hace unos años. Sin embargo, el estudio «Asegurar el suministro: Repensar la energía en una Europa cambiante» muestra lo drásticamente que ha cambiado esta percepción y lo poco preparado que estaba el continente europeo para el momento en que la energía se convirtiera en un arma geopolítica. La invasión rusa de Ucrania, que comenzó en febrero de 2022, fue una auténtica descarga eléctrica para todo el continente europeo. En sólo un invierno, Europa descubrió que su dependencia energética no es sólo un problema económico, sino existencial. Los gasoductos anclados en las profundidades del corazón de Rusia se consideraron durante mucho tiempo símbolos de cooperación e interdependencia, pero, por desgracia, de la noche a la mañana se convirtieron en instrumentos de presión política. Los gobiernos europeos entraron en pánico cuando los precios se dispararon y los ciudadanos empezaron a preguntarse si su seguridad podía seguir estando garantizada en un mundo en el que la energía se utiliza cada vez más como medio de chantaje.
El estudio realizado por el Partido ECR parte de una observación sencilla pero incómoda, a saber, que el modelo energético europeo, construido sobre la idea del libre mercado, la eficacia económica y la cooperación internacional, ha ignorado sistemáticamente los riesgos geopolíticos. Durante décadas, los países europeos han preferido una energía más barata sin preguntarse con suficiente seriedad qué podría ocurrir si el proveedor se volvía hostil. Los dirigentes europeos veían a la Federación Rusa como un socio difícil pero previsible, pero la realidad ha demostrado lo contrario.
Antes del estallido del conflicto ucraniano, la mayoría de los países de Europa Central y Oriental (muchos de los cuales formaban parte del antiguo bloque soviético) dependían en gran medida del gas ruso. Esta dependencia no era sólo técnica, sino también política, porque los compromisos comerciales a largo plazo, las infraestructuras construidas en una única dirección y la falta de alternativas creaban una vulnerabilidad estructural. Cuando el suministro de gas se redujo o incluso se interrumpió (véase el caso del gasoducto Nord Stream), los efectos económicos se dejaron sentir inmediatamente, no sólo en la industria sino también en los hogares de todos los ciudadanos europeos. Así, la palabra «energía» se convirtió de repente en un tema cotidiano de debate, y la seguridad energética entró en el vocabulario del discurso público.
Del mercado libre al Estado protector
Uno de los aspectos más interesantes del estudio «Garantizar el suministro: Repensar la energía en una Europa cambiante» es cómo describe el cambio de paradigma en la política energética europea. Mientras que antes se hacía hincapié en la liberalización del mercado energético, la competencia y la minimización del papel del Estado como agente activo en el mercado, la crisis energética ha forzado un espectacular retorno a la intervención pública. Para evitar el colapso social, los gobiernos se vieron obligados a limitar los precios, subvencionar las facturas tanto de las empresas como de la población, nacionalizar o rescatar a las empresas energéticas e intervenir directamente en el mercado. Este retorno del Estado fue una necesidad, no el resultado de una ideología. El estudio muestra claramente que, en tiempos de crisis profunda, el mercado por sí solo no puede garantizar la seguridad del suministro porque la lógica del beneficio entra en conflicto directo con la necesidad de estabilidad. Por tanto, los gobiernos se vieron obligados a elegir entre el dogma del libre mercado y la protección de sus ciudadanos, y en casi todos los casos, la elección fue clara.
Sin embargo, esta intervención masiva de los gobiernos plantea preguntas difíciles sobre lo que nos depara el futuro. ¿Hasta qué punto es sostenible un modelo en el que el Estado se convierte en el garante último de la seguridad energética de los ciudadanos? ¿Cómo se puede proteger a los consumidores sin desalentar la inversión? Y, quizás lo más importante, ¿cómo puede Europa evitar repetir el mismo error sustituyendo una dependencia por otra?

«Garantizar el suministro: Repensar la energía en una Europa cambiante» subraya que la diversificación de las fuentes de energía se ha convertido en una prioridad absoluta para todos los gobiernos europeos. Las importaciones de gas natural licuado de la UE, el desarrollo de proyectos de energías renovables y las inversiones en infraestructuras e interconexión se presentan no como opciones ecológicas o económicas, sino como elementos de seguridad nacional. En este contexto, la energía verde ya no es sólo un proyecto de futuro; la energía verde es una necesidad estratégica. Al mismo tiempo, la investigación nos advierte de que la transición energética no está exenta de riesgos, porque la dependencia de las nuevas tecnologías, las materias primas críticas (la mayoría de las cuales se extraen en otros continentes) y las cadenas de suministro globales (véase la dependencia de los países europeos de la tecnología importada de los países asiáticos, una tecnología con unos costes de producción mucho más bajos) pueden crear vulnerabilidades diferentes pero igualmente peligrosas. Europa corre el riesgo de sustituir su dependencia del gas barato ruso por una dependencia de los metales raros o de la producción asiática de tecnologías verdes. Lo que debemos aprender de esta crisis es que la seguridad energética no puede basarse en una única solución milagrosa.
El coste invisible de la energía: ¿quién paga realmente la crisis?
El estudio «Garantizar el suministro: Repensar la energía en una Europa cambiante» insiste, más allá de gráficos, estrategias y políticas públicas, en la dimensión social de la crisis energética que atraviesa Europa. Debemos admitir que este aumento de los precios de la energía no es un fenómeno abstracto; es un fenómeno que afecta directamente a la vida cotidiana de las personas. Las facturas cada vez más elevadas han obligado a millones de europeos a tomar decisiones dolorosas. Han tenido que elegir entre pagar sus facturas de calefacción o comprar alimentos, entre dar prioridad al pago de la electricidad o utilizar su dinero para otras necesidades básicas. Desde esta perspectiva, podemos decir que la energía se ha convertido no sólo en una cuestión de seguridad, sino también de justicia social.
Las investigaciones también muestran que el impacto de la crisis energética se ha distribuido de forma desigual, afectando desproporcionadamente a los hogares con bajos ingresos, a los edificios mal aislados y a las regiones menos desarrolladas. En muchos casos, las políticas de apoyo de los gobiernos han sido insuficientes o han estado mal orientadas, dejando expuestos a los segmentos vulnerables de la población, y esta realidad corre el riesgo de alimentar el descontento social y socavar el apoyo público a la transición energética. El estudio también advierte de que sin un enfoque que combine la seguridad energética con la equidad social, las políticas europeas corren el riesgo de perder su legitimidad. Por tanto, una transición que los ciudadanos perciban como injusta puede generar oposición, populismo e inestabilidad política, porque la energía, que antes era una cuestión técnica, ahora se está convirtiendo en un importante factor de polarización social.
Otro coste invisible de la crisis es la erosión de la confianza que se produce cuando los ciudadanos sienten que el Estado reacciona de forma caótica o a veces tardía, que las medidas gubernamentales son incoherentes o que la carga se distribuye injustamente, porque disminuye la confianza de los ciudadanos en las instituciones estatales. El estudio sugiere que esta pérdida de confianza entre los ciudadanos de a pie puede tener consecuencias a largo plazo y afectar tanto a la política energética como a la capacidad de los estados para gestionar posibles crisis futuras.
¿Una Europa más segura o una Europa más prudente?
En definitiva, «Garantizar el suministro: Repensar la energía en una Europa cambiante» no nos ofrece ni soluciones sencillas ni promesas fáciles. El mensaje central del estudio, realizado a mediados de diciembre de 2025, es que Europa se encuentra en un punto de inflexión y que la crisis energética que estamos experimentando ha puesto de manifiesto profundas vulnerabilidades, pero también ha creado una oportunidad poco frecuente para replantear fundamentalmente la relación entre energía, seguridad y sociedad civil.
Parece que Europa ha aprendido la dolorosa lección de su dependencia del gas ruso, pero queda por ver si tendrá la voluntad política de construir un sistema energético verdaderamente resistente. Todos estamos de acuerdo en que esto requiere una inversión masiva (tanto de recursos financieros como humanos), una buena cooperación entre los Estados miembros de la UE, la aceptación de costes más elevados a corto plazo y, quizá lo más difícil de todo, honestidad por parte del Estado hacia sus ciudadanos. Una cosa está muy clara: la seguridad energética no es gratuita; la protección tiene un precio y ya no puede tratarse como un mero bien de consumo. La energía es y seguirá siendo una infraestructura crítica, una herramienta geopolítica y un factor de cohesión social, y la forma en que Europa gestione esta realidad influirá no sólo en la economía y el medio ambiente, sino también en la estabilidad política y en la confianza de los ciudadanos en el proyecto europeo. Si tuviéramos que sacar una conclusión clara del estudio, podríamos decir que en una Europa en la que las certezas se desmoronan una a una, la energía se ha convertido en una prueba de madurez política, y la seguridad energética no se construye sólo con oleoductos, parques eólicos y paneles solares, sino con confianza, solidaridad y visión a largo plazo. Cuando debatimos la gran cuestión de la seguridad energética, no hablamos sólo de tener luz y calefacción en nuestros hogares, sino de la capacidad de una sociedad para protegerse, adaptarse y permanecer unida.