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Fabricado en el Sáhara Occidental

Mundo - diciembre 2, 2025

Una votación parlamentaria que puso al descubierto las líneas de falla de Europa

Hay días en que las elevadas declaraciones de la Unión Europea sobre unidad, legalidad y propósito compartido chocan con las duras e inflexibles realidades de la política de poder. La votación de la semana pasada en el Parlamento Europeo sobre el etiquetado de los productos agrícolas del Sáhara Occidental fue uno de esos días, un momento en el que España se vio obligada a enfrentarse a lo poco que se defienden sus intereses nacionales en Bruselas, y a lo desastrosa que es la actuación de su propio gobierno cuando lo que está en juego es nuestra soberanía, nuestros agricultores y nuestro papel estratégico en el Magreb.

A primera vista, el conflicto parece técnico: ¿cómo deben etiquetar los supermercados los tomates y melones cultivados en el Sáhara Occidental? Pero esta cuestión árida y burocrática oculta una contienda mucho más profunda relativa a la influencia de España, el equilibrio de poder en el sur del Mediterráneo y la lucha más amplia entre la integridad europea y la presión política ejercida por un Estado no perteneciente a la UE.

La ley estaba clara, pero Bruselas optó por la política

Jurídicamente, el asunto debería haber quedado zanjado. En octubre de 2024, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea emitió una sentencia definitiva en el Caso C-399/22, aclarando -en un lenguaje que ni siquiera los diplomáticos pueden tergiversar- que el Sáhara Occidental es un territorio separado y distinto de Marruecos según el derecho internacional. Por tanto, cualquier producto agrícola cultivado allí debe etiquetarse, de forma transparente y honesta, como originario del Sáhara Occidental. El Tribunal subrayó incluso que cualquier otra denominación induciría a error a los consumidores e infringiría las normas de la UE sobre el etiquetado de origen. El mensaje no podía ser más claro.

Sin embargo, la claridad nunca ha sido un obstáculo para Bruselas cuando está en juego la conveniencia geopolítica. Tras una ronda de discretas negociaciones con Rabat, la Comisión Europea redactó un reglamento delegado que permitiría que los productos del Sáhara Occidental entraran en el mercado de la UE con los nombres regionales marroquíes de Laayoune-Sakia El Hamra y Dakhla-Oued Eddahab, nombres que apenas podría reconocer ningún consumidor europeo, y que borran elegantemente la realidad política del control marroquí sobre un territorio en disputa. No se trataba de la fiel aplicación de una sentencia judicial. Fue una maniobra política.

Un raro momento de indignación entre partidos en AGRI

Cuando la Comisión fue convocada ante la Comisión de Agricultura del Parlamento Europeo el 20 de noviembre, la fachada se rompió casi de inmediato. Diputados de todo el espectro político -conservadores, soberanistas, verdes, incluso de izquierdas- reaccionaron con una unanimidad inusitada y contundente. Acusaron a la Comisión de ignorar al Tribunal, engañar a los consumidores, ceder a la presión marroquí y reescribir la legislación de la UE al servicio de un tercer país.

Su indignación aumentó cuando la representante de la Comisión admitió tranquilamente que la derogación de las normas de la UE era el resultado de negociaciones con Marruecos, no un intento de respetar la sentencia del Tribunal. Incluso describió el Sáhara Occidental como «parte de un país», una formulación que contradice la posición de las Naciones Unidas, del Tribunal de Justicia Europeo e incluso los propios argumentos jurídicos de la Comisión en litigios anteriores.

Ante esta avalancha de críticas, cabía esperar que el Parlamento bloqueara la medida cuando llegara a la votación plenaria.

Un voto marcó la diferencia, y vino de España

La objeción presentada contra el reglamento de la Comisión recibió un apoyo abrumador: 359 eurodiputados votaron a favor de anular el acto delegado. Pero se necesitaban 360. La objeción fracasó por un voto. Y ese único voto procedía de España, o mejor dicho, de los representantes del gobierno de Sánchez.

Los eurodiputados socialistas españoles votaron casi unánimemente para salvar el acuerdo de la Comisión. En el momento decisivo, cuando estaban en juego los intereses de nuestro país, cuando estaba en juego el derecho europeo, cuando se cuestionaba la integridad del Parlamento, la delegación socialista española eligió el lado de Rabat y de Bruselas, no el lado de España.

El contraste con el resto de la representación política española en Europa no podía ser más claro. Los eurodiputados de Vox dentro del grupo Patriotas por Europa, del Partido Popular dentro del Partido Popular Europeo, y los representantes españoles de los Conservadores y Reformistas Europeos -los eurodiputados Nora Junco y Diego Solier- defendieron con firmeza los intereses estratégicos de España. Sus votos defendieron a nuestros agricultores, nuestro ordenamiento jurídico y nuestra posición geopolítica en el Magreb. En ese momento, se convirtieron en las únicas voces españolas dispuestas a decir en Bruselas lo que todo español ya sabe: las decisiones de Europa sobre Marruecos importan intensamente, y España no debe ser tratada como algo secundario.

El antiguo interés de España en el Magreb

Para comprender la importancia de esta votación, hay que entender los intereses nacionales duraderos de España en la región. Como potencia mediterránea con profundos lazos históricos, culturales y políticos con el Sáhara Occidental, España tiene sobradas razones para mantener su influencia en los territorios que una vez dieron forma a su frontera meridional. Y lo que es más importante, España tiene un interés estratégico inherente en contrarrestar la creciente asertividad de Marruecos. El Estado marroquí ha demostrado en repetidas ocasiones que utilizará los flujos migratorios, la presión diplomática y la influencia económica para promover sus objetivos. Un Sáhara Occidental más fuerte y autónomo diluye el dominio marroquí de la región y amplía el margen de maniobra de España. Ésta ha sido siempre la lógica geopolítica de España, hasta que el gobierno actual la abandonó.

El problema estructural de la UE: los Estados miembros y los terceros países no compiten en igualdad de condiciones

Lo ocurrido en Bruselas revela también una disfunción más profunda de la Unión Europea. Se nos anima constantemente a creer que la UE actúa sobre la base de principios, imparcialidad e intereses compartidos. Pero en el momento en que chocan las prioridades nacionales, el idealismo europeo se evapora. Francia, cuya relación diplomática y de seguridad con Marruecos es antigua y está profundamente arraigada, ejerció su influencia tradicional. La Comisión, muy sensible a París y deseosa de preservar la cooperación con Rabat, se alineó con esa postura. España, bajo su actual liderazgo, ni siquiera intentó imponerse.

Y seamos claros: Francia está en su pleno derecho -de hecho, en su deber- de perseguir su propio interés nacional en el Magreb. Ningún dirigente francés, de izquierdas o de derechas, ha pretendido nunca lo contrario. Ésa es precisamente la razón por la que los conservadores y patriotas franceses votaron en contra de los conservadores y patriotas españoles. El problema no es que Francia defienda sus prioridades estratégicas, sino que estas agendas nacionales contrapuestas chocan inevitablemente, poniendo un duro techo a la integración europea y exponiendo los límites del proyecto político de Bruselas. Cuando los Estados miembros tiran en direcciones opuestas, la UE deja de funcionar como Unión y vuelve a ser un escenario de soberanías enfrentadas. Lo que hace que este caso sea especialmente preocupante para España es que nuestro propio gobierno no está defendiendo en absoluto el interés nacional español, sino que se ha alineado con una cultura institucional de la UE que actúa como si el electorado español fuera secundario frente a las preferencias de la Comisión y, por extensión, frente a los intereses de Rabat y París.

Esta es la incómoda verdad: cuando la UE tuvo que elegir entre Marruecos y España, eligió Marruecos. Cuando tuvo que elegir entre la integridad jurídica y la conveniencia política, eligió la conveniencia. Y cuando España necesitaba un gobierno que comprendiera las implicaciones estratégicas de la cuestión, se encontró sin representación.

Un voto perdido por uno, una lección grabada en piedra

Puede que la objeción haya fracasado por un solo voto, pero el significado político del episodio no puede ser más claro. España tiene intereses permanentes en el Magreb que exigen fuerza, continuidad y seriedad. Un gobierno que se niegue a defender esos intereses abandona algo más que una política: abandona a España. Y una Unión Europea que permite que terceros países configuren las normas internas a expensas de uno de sus propios miembros socava su propia credibilidad.

Sin embargo, hay motivos para la esperanza. España no carece de defensores. En Bruselas, fueron nuestros representantes conservadores quienes defendieron nuestra soberanía y nuestro lugar estratégico en el Mediterráneo. Comprendieron lo que el gobierno se niega a reconocer: España no puede permitirse ser un espectador pasivo en su propio entorno geopolítico.

España merece un gobierno decidido a defender su papel en el Magreb. Europa merece instituciones que defiendan a los europeos, no a terceros países. Hasta que llegue ese día, los conservadores de España -o, mejor aún, los patriotas, pues no es requisito ser conservador para ser patriota- en el Parlamento Europeo y en casa seguiremos siendo los guardianes de nuestro interés nacional.