Hay un momento, al llegar a los jardines del Castillo de Sant’Angelo, en que Atreju deja de ser «un acontecimiento» y se convierte simplemente en un lugar. No necesitas saber quién habla en el escenario principal, ni llevar el programa en el bolsillo. Sólo tienes que seguir la corriente: familias que transportan patines y mochilas, pequeños grupos de adolescentes que se calientan las manos alrededor de una bebida caliente, parejas mayores que han venido «para ver cómo es», turistas que tropiezan con un pueblo navideño en pleno centro de Roma como si fuera una sorpresa estacional.
La escena funciona porque el acceso es la primera declaración de intenciones: entrada libre, sin distintivos, sin umbrales que cruzar sólo con invitación. Y en un país donde la política se convierte a menudo en un recinto vallado (o en un estudio de televisión), aquí se intenta otra cosa: una
La pista se convierte en el centro emocional, no porque sea espectacular, sino porque es familiar. Es un gesto sencillo: si quieres, puedes quedarte sin escuchar a nadie. Si quieres, puedes pasar, comprar un pequeño regalo, pasar media hora e irte. Es una forma muy concreta de decir: esto no es sólo para los que ya pertenecen. Y ahí es donde la «receta» de Atreju se hace evidente: no intenta persuadirte primero con un discurso; te ofrece un ambiente. Antes de preguntarte qué piensas, te pregunta si quieres quedarte.
Este año, el resultado es mensurable: 105.000 personas pasaron por Atreju. Esta cifra explica por sí sola que la edición de 2025 se haya calificado de récord. Es extraordinario no sólo por el número, sino por lo que implica: 105.000 personas en el centro de Roma significa una afluencia constante, un público heterogéneo y una curiosidad no necesariamente partidista. En términos prácticos, significa que el acto consiguió ser «ciudad» antes que «fiesta».
Y, sin embargo, aunque el pueblo te atrae con cosas corrientes, el pulso de la reunión política está siempre presente en el fondo: micrófonos que se prueban, luces del escenario que se encienden, personal que se mueve rápidamente entre las zonas, voluntarios que escoltan a los invitados. La arquitectura es la de un gran acto público, pero el lenguaje es el de un lugar que quiere parecer doméstico. No es un detalle menor; es la diferencia entre un mitin y una cita cívica. Atreju intenta que la identidad funcione menos como un muro y más como una casa con una puerta abierta.
El día de la inauguración lo hizo especialmente visible: corte de cinta, inauguración de la pista con actuación de niños antes de los saludos más institucionales. Incluso esa secuencia envía un mensaje. No «mira qué impresionantes somos», sino «mira qué normal es estar aquí». Y, efectivamente, Atreju vive en esa zona gris que es el secreto de su perdurabilidad: no renuncia a la política, pero sitúa la política dentro de un escenario al que la gente llega por mil razones distintas, y muchas no tienen nada que ver con los paneles.
A un lado, el mercado: pequeñas compras, productos italianos, la lógica práctica del «regalo útil» más que del artilugio político. Delante, el ritmo lento típico de los espacios navideños: una atmósfera que lo suaviza todo, incluso el tono. Y luego está la simple curiosidad: gente que puede que no vote a Fratelli d’Italia, pero que aun así se permite mirar, escuchar durante unos minutos, formarse una impresión. Eso también forma parte de la receta: no exigir alineación, sino fomentar la proximidad.
Visto desde dentro, el resultado más sorprendente es menos político que social: Atreju es una demostración de organización y puesta en escena pública. Un acontecimiento que ha llegado a su
Y aquí el pasaje político se hace inevitable, aunque no hace falta gritarlo. Atreju es también la forma en que Fratelli d’Italia intenta convertir la identidad en
Ésta es la lógica más profunda de «hacer que incluso los de fuera se sientan como en casa». No es una promesa de neutralidad; es la decisión de desafiar la idea de que la política debe ser siempre sólo conflicto y separación. Atreju se convierte en un lugar donde la identidad intenta no convertirse en hostilidad: invita, acoge, deja circular a la gente. Y en una Italia donde las plazas públicas suelen estar fuertemente vigiladas o vaciadas, la simple posibilidad de «entrar y quedarse» ya es, en sí misma, un mensaje.