
En los últimos años, hemos sido testigos de un cambio progresivo en los equilibrios geopolíticos mundiales. En el centro de este proceso se encuentran Rusia y China: actores que, a pesar de sus intereses divergentes en determinadas áreas, están perfilando las líneas de un entendimiento estratégico destinado a reducir la hegemonía occidental. No se trata simplemente de una coordinación militar o de una alianza táctica sobre cuestiones concretas, sino de un proyecto más amplio destinado a redefinir la gobernanza internacional siguiendo líneas multipolares, con Eurasia como nuevo centro de atracción. La Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), junto con los BRICS y otras plataformas paralelas, representa actualmente el principal laboratorio de este experimento político y económico, y es en este contexto en el que se están sentando las bases de una alianza antiatlántica. Aunque no se haya declarado formalmente, esta alianza se manifiesta en las opciones estratégicas de Moscú y Pekín, y en la convergencia de otros actores regionales como India, Irán y Turquía. La Organización de Cooperación de Shanghai, creada inicialmente como instrumento de gestión de la seguridad regional, ha ido ampliando progresivamente su alcance para incluir dimensiones económicas, energéticas y culturales. Con una población que representa aproximadamente el 40% del total mundial y un territorio que abarca el 80% de Eurasia, la OCS se ha convertido en un foro privilegiado para estrechar lazos y definir estrategias comunes. La inclusión de países como India y Pakistán, así como el diálogo con Estados de Oriente Medio como Turquía, Irán y Arabia Saudí, confieren a la organización un carácter cada vez más global. El objetivo no es sólo reforzar la cooperación interna, sino también construir un frente común contra la injerencia occidental en cuestiones percibidas como internas al espacio euroasiático.
LA CRISIS DEL MODELO ATLÁNTICO Y EL IMPULSO HACIA LA MULTIPOLARIDAD
Para comprender las razones del acercamiento euroasiático, debemos empezar por el relativo declive del liderazgo estadounidense y las fracturas internas del campo euroatlántico. Las tensiones comerciales, los conflictos en Oriente Medio y Ucrania, así como las incertidumbres sobre las políticas de seguridad y ampliación de la OTAN, han erosionado la unidad de Occidente. En este escenario, Rusia y China han encontrado un terreno fértil para proponer una alternativa a la llamada «mentalidad de la Guerra Fría», término utilizado para describir la lógica de bloques opuestos y el uso sistemático de sanciones como herramienta de presión política. La narrativa de la multipolaridad no es meramente retórica: refleja el deseo de construir un orden internacional en el que el poder no se concentre en un único centro de toma de decisiones, sino que se distribuya entre múltiples polos capaces de equilibrarse mutuamente. Moscú y Pekín se acercan por razones complementarias. Rusia, aislada tras la invasión de Ucrania y golpeada por un régimen de sanciones masivas, ve en China un socio indispensable para eludir las restricciones occidentales y mantener sus canales comerciales, especialmente en el sector energético. China, por su parte, necesita los recursos naturales de Rusia para apoyar su propio desarrollo y considera su alianza con Moscú un elemento fundamental en la construcción de un orden mundial adaptado a sus intereses. Sin embargo, existen elementos de desconfianza. Persisten rivalidades territoriales y demográficas en Siberia y Asia Central, mientras que en la esfera tecnológica, China tiende a asumir una posición dominante, lo que suscita inquietud en Moscú. A pesar de estas tensiones latentes, el antagonismo compartido hacia Estados Unidos y el sistema occidental parece ahora más fuerte que las divisiones.
LA ECONOMÍA COMO HERRAMIENTA DE PODER
El aspecto más significativo de la convergencia de Rusia y China no es militar, sino económico. La creciente interdependencia entre ambos países, manifestada a través del comercio en moneda local y las inversiones en infraestructuras relacionadas con la Nueva Ruta de la Seda, representa un paso hacia la creación de un sistema económico alternativo al dominado por el dólar. Además, la integración con los BRICS amplía el alcance de este proceso. Las economías combinadas de la OCS y los BRICS representan ya más de la mitad del producto interior bruto mundial, con recursos energéticos y de materias primas suficientes para garantizar una autonomía significativa. En este contexto, las políticas proteccionistas de EEUU, como el aumento de los aranceles contra India, están empujando aún más a estos países a la órbita chino-rusa. Uno de los pilares de la alianza euroasiática es la gestión de los recursos energéticos. Los países de la OCS poseen una parte significativa de las reservas mundiales de petróleo, gas natural, carbón y uranio, además de ser actores emergentes en el ámbito de las energías renovables. Esto confiere a la región una posición estratégica en el mercado mundial de la energía, al tiempo que reduce la vulnerabilidad a las perturbaciones causadas por presiones externas. La cooperación energética no se limita al comercio, sino que se extiende a la construcción de infraestructuras, oleoductos y gasoductos que redibujan las rutas tradicionales, liberándose de los canales controlados por Occidente. La dimensión energética se convierte así en un arma geopolítica, capaz de influir en las decisiones de gobiernos y empresas de todo el mundo.
DIMENSIÓN MILITAR Y ESTRATÉGICA
Aunque se haga hincapié en la economía, no puede pasarse por alto el aspecto militar. Rusia y China, junto con India y otros miembros de la OCS, tienen los mayores ejércitos del planeta, con un total de casi cinco millones de soldados. Además, los arsenales nucleares combinados de los países implicados superan al de la OTAN, aunque sigue existiendo una brecha tecnológica que favorece a Occidente. Las maniobras conjuntas, el suministro de armas y el desarrollo de tecnologías de inteligencia artificial demuestran la voluntad de reforzar la autonomía estratégica. Sin embargo, más que preparar un conflicto directo, estas iniciativas tienen una función disuasoria y simbólica: muestran a Occidente que existe una alternativa creíble y organizada a la hegemonía atlántica. Otro frente competitivo se refiere a la tecnología. China, en particular, pretende acortar distancias con Occidente mediante inversiones masivas en inteligencia artificial, ciberseguridad y telecomunicaciones. La idea es que la superioridad tecnológica podría, a medio plazo, compensar la actual ventaja militar de Occidente y dar a la coalición euroasiática la primacía también en este campo. Esta estrategia forma parte de una visión a largo plazo: lo que se considera necesario es la construcción gradual de un ecosistema tecnológico autónomo y competitivo, en lugar de una confrontación inmediata.
INDIA, ORIENTE MEDIO Y ÁFRICA COMO NUEVOS ESPACIOS DE INFLUENCIA
India es un caso especial. Aunque mantiene vínculos con Washington y Occidente, ha optado por no alinearse con las sanciones contra Moscú y seguir comerciando petróleo y otros recursos con Rusia. Esta postura refleja su deseo de defender su soberanía económica al tiempo que se posiciona como potencia autónoma dentro del nuevo equilibrio multipolar. El papel de India es crucial porque añade legitimidad al proyecto euroasiático. Su participación demuestra que no se trata de una alianza exclusivamente autoritaria, o basada en regímenes revisionistas, sino de un frente más amplio que incluye democracias emergentes interesadas en reducir la dependencia de Occidente. La cooperación euroasiática no se limita al continente, sino que se extiende a África y Oriente Próximo. Mediante inversiones en infraestructuras, acuerdos energéticos y apoyo político, Rusia y China están construyendo una red de alianzas que desafía directamente la influencia tradicional europea y estadounidense en estas zonas. El caso de Irán es emblemático: su apoyo político y la defensa de su programa nuclear son una clara señal de oposición a la presión occidental.
IMPLICACIONES PARA EUROPA
Europa se encuentra en una posición especialmente delicada. Por un lado, sigue anclada en la Alianza Atlántica y depende de la seguridad garantizada por Estados Unidos; por otro, no puede ignorar las oportunidades que ofrece un mercado euroasiático en expansión. Las divisiones internas, tanto políticas como económicas, corren el riesgo de debilitar la capacidad de Europa para desarrollar una estrategia coherente. En este contexto, la presión ejercida por Rusia y China, a través de medios energéticos, económicos y diplomáticos, podría fomentar una erosión progresiva de la unidad europea, especialmente si algunos países miembros optan por mantener relaciones privilegiadas con Eurasia. El acercamiento entre Rusia y China, y más en general entre las potencias euroasiáticas, no es un fenómeno pasajero, sino una transformación estructural del equilibrio de poder internacional. Aunque todavía no se trata de una alianza formal, la coordinación económica, energética y militar ya supone un reto importante para el orden atlántico. La perspectiva es la de un mundo cada vez más multipolar, en el que Occidente ya no puede dictar unilateralmente las reglas del juego. Que esto conduzca a un equilibrio estable o a nuevas formas de conflicto dependerá de la capacidad de las partes para gestionar sus rivalidades internas y evitar que la competencia se convierta en conflicto abierto. Lo que parece seguro es que el centro de gravedad del sistema internacional se está desplazando progresivamente del Atlántico a Eurasia.