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La Nueva Era de la Tecnocracia en Europa: El Golpe Silencioso de la Competencia

Ensayos - abril 30, 2025

Europa no está siendo gobernada. Está siendo administrada.

La diferencia no es semántica. La gobernanza implica elección, visión, debate. La administración es procedimental. Burocrática. Indiferente a la oposición. Europa prefiere hoy esto último. Lo llama neutralidad, o competencia, u orden basado en normas. Pero en la práctica, significa gobierno sin responsabilidad, y poder sin exposición.

La Unión Europea está dejando de ser una alianza de naciones que persiguen objetivos comunes para convertirse en un sistema operativo. Se autoactualiza, se autodefiende y se autojustifica. Su principal virtud es que no se puede apagar.

Sus gestores no necesitan ganar argumentos. Sólo necesitan hacer cumplir los procedimientos y los resultados.

La ilusión de un gobierno imparcial

Durante muchas décadas, la UE se ha vendido a sí misma como una alternativa racional a la volatilidad democrática. La tecnocracia, nos dicen, no es ideología. Es profesionalización. Las decisiones no las toman los populistas ni los partidos, sino personas con experiencia, datos, cualificaciones.

El problema es que los resultados siempre siguen la misma dirección.

El Banco Central Europeo establece la política monetaria. Afirma seguir los datos de inflación. Sin embargo, sus políticas favorecen sistemáticamente a los poseedores de activos frente a los asalariados, a los bancos frente a los trabajadores, a la integración frente a la soberanía. Éste no es un resultado neutral. Es un resultado que sólo puede acabar en volatilidad política y en el crecimiento de movimientos políticos radicalmente diferentes, ya sean de derechas o de izquierdas.

La Comisión Europea elabora reglamentos para luchar contra el cambio climático. Insiste en que la ciencia está asentada. Sin embargo, los efectos los absorben los agricultores irlandeses, los mineros polacos, los pescadores holandeses, mientras que los fabricantes multinacionales y los especuladores de créditos de carbono consolidan su poder. De nuevo, esto no es equilibrio. Es estratificación.

Una auténtica tecnocracia estaría sujeta a revisión. Una verdadera clase experta sería despedida tras el fracaso. Pero en Bruselas, el fracaso es una calificación. No existe ningún mecanismo para sustituir a quienes imponen el error, porque en primer lugar nunca fueron elegidos.

Fracaso sin coste

Considera los antecedentes. El proyecto del euro ahuecó las economías del sur, provocó auges económicos inesperados, agudizó la dependencia alemana de las exportaciones y desencadenó un ciclo de austeridad que duró una década. La crisis migratoria fracturó las coaliciones nacionales, desestabilizó las comunidades y nunca se resolvió. La contratación de COVID fue una chapuza a todos los niveles.

Pero no hubo dimisiones. Ninguna marcha atrás. Ningún ajuste de cuentas público.

El Tribunal de Justicia Europeo, la Comisión, el BCE… no son órganos de la vida democrática. Son circuitos cerrados. No reflejan la opinión. No responden a las elecciones. No temen a la oposición. La apariencia de unidad se fabrica mediante un sencillo truco: la política se traslada de los parlamentos a los procedimientos. De la política al proceso.

Y el proceso, una vez establecido, se convierte en su propia defensa. No se puede desmantelar porque ya no se reconoce como político. Cuestionarlo es ser tachado de retrógrado, antieuropeo o de extrema derecha.

Norma sin alternativas

La fantasía postpolítica de Europa es que ya se han tomado todas las decisiones importantes, y que el trabajo que queda es simplemente la aplicación. La política climática está resuelta. La política monetaria es científica. Los flujos migratorios son inevitables. La globalización económica es irreversible. El progreso social es unidireccional.

No hay lugar para la desviación. Sólo retrasos.

Cuando los gobiernos nacionales se desvían, como ha hecho Hungría en cultura, o Polonia en reforma judicial, o Eslovaquia en sanciones, la respuesta no es la negociación. Es el castigo financiero. Bruselas retiene fondos. Se inician procedimientos judiciales. Se invoca el Estado de Derecho.

Pero el Estado de Derecho, en el contexto de la UE, ya no se refiere a los principios jurídicos básicos. Significa alinearse con las preferencias de la Comisión. Significa conformidad con las normas estructurales. La desobediencia no se trata como un desacuerdo democrático. Se trata como una amenaza al orden.

Esto no es federalismo. Es soberanía condicional. La nación permanece sobre el papel. Pero la sustancia de la política se extrae, se carga y se hace irreversible. No es para lo que la UE fue concebida inicialmente, para ser.

El mecanismo de bloqueo

Hay una razón por la que el Green Deal, las cuotas de migración y la infraestructura de vigilancia digital están todos integrados mediante reglamentos, en lugar de mediante legislación ordinaria. Los reglamentos eluden a los parlamentos nacionales. Son vinculantes inmediatamente. No pueden derogarse por votación nacional. Se mueven bajo la superficie de la democracia, anclando políticas sobre las que ningún partido podría hacer campaña sin derrumbarse.

El objetivo no es el consenso. El objetivo es la restricción.

Cada directiva, marco o documento estratégico es una capa. Con el tiempo, forman un entramado. Los futuros gobiernos pueden ganar las elecciones, pero heredan un sistema que ya ha decidido la dirección. Los tribunales intervendrán si se desvían. Los mercados tomarán represalias si se resisten. Las ONG se avergonzarán si disienten. Así es como se evitan los conflictos políticos. No mediante la persuasión. Sino por anticipación.

Una clase que no puede perder

La Unión Europea ha creado una nueva casta profesional: el administrador permanente. No se trata de burócratas clásicos. Tienen movilidad, credenciales, dominan múltiples dialectos políticos y son intercambiables entre sus funciones en Bruselas, Berlín, Frankfurt y Ginebra. No sirven a un electorado. Sirven al proceso.

Su legitimidad no procede del apoyo electoral, sino de su dominio de los marcos. Son los autores de las directrices ESG, las estrategias de género, los objetivos climáticos, las auditorías de inclusión. Su autoridad se ve reforzada por una constelación de grupos de reflexión, fundaciones y organismos de acreditación que les aíslan de los reveses políticos.

Esto no es ideología en el sentido tradicional. Es un dogma operativo. No defiende una visión del mundo. La codifica.

Y una vez codificado, se vuelve invisible. El objetivo del sistema tecnocrático no es ganar discusiones. Es dejar obsoletas las discusiones.

Voces sin poder

Los europeos siguen votando. Siguen protestando. Siguen haciendo peticiones. Pero nada de eso interrumpe el ritmo. La fuente de autoridad se ha desplazado. Las elecciones ajustan las personalidades, no la dirección.

Por eso el descontento ya no se asigna claramente a la izquierda o a la derecha. Los agricultores se rebelan en Holanda. Los suburbios estallan en Francia. Los trabajadores se declaran en huelga en Italia. Los padres se movilizan en Irlanda. Pero el hilo conductor no es la ideología. Es la exclusión.

La gente tiene la sensación de que las decisiones se toman en otra parte. Que la responsabilidad no existe. Que los debates son simulados. Que la ley se utiliza como pantalla.

Cuando la política se reduce al cumplimiento, la resistencia empieza a moverse fuera del sistema. No siempre de forma racional. No siempre de forma productiva. Pero inevitablemente.

La reacción llegará

El orden tecnocrático no puede suprimir la política para siempre. Sólo puede retrasar su regreso.

Y cuando vuelva, no se parecerá a la política del consenso o del institucionalismo. Será áspera, asimétrica y a menudo caótica. Porque cuando el discurso se limita al proceso, lo indecible se vuelve atractivo.

Italia no estará sola. Hungría no será la única. Eslovaquia, Polonia e incluso Alemania acabarán produciendo gobiernos que no vean la UE como un hogar compartido, sino como una limitación que hay que gestionar. Se mantendrá el lenguaje de la cooperación. Pero la realidad será resistencia con otro nombre.

Esto no es una crisis. Es una corrección.

Europa no está en peligro porque la gente dude del sistema. Está en peligro porque el sistema ya no se fija en la gente. Trata a la oposición como ruido. Pero el ruido es cada vez más fuerte.

Un sistema que no puede oír acabará por romperse

La restauración de la política comienza con límites. Los expertos deben asesorar, no gobernar. Los tribunales deben interpretar, no legislar. La ley debe obligar, no anular.

Mientras esto no se reconozca, la UE seguirá a la deriva. Competente sobre el papel. Sin rumbo en espíritu. Sus gestores confundirán proceso con legitimidad. Y sus ciudadanos, una vez más, buscarán sentido en otra parte.

La tecnocracia no fracasa porque sea mala. Fracasa porque no escucha.

Y Europa ya está desconectando.