España se está deslizando hacia lo que los demógrafos llaman ahora un invierno demográfico: un prolongado desplome de las tasas de natalidad que está transformando su economía, su estructura social y su sentido de la continuidad. Las últimas cifras del Instituto Nacional de Estadística (INE) pintan un panorama desolador: en 2024, España registró sólo 322.000 nacimientos, la cifra más baja desde que hay registros. La tasa de fecundidad ha caído a 1,19 hijos por mujer, muy por debajo del umbral de reemplazo de 2,1, y entre las más bajas de Europa.
Mientras tanto, la esperanza de vida sigue aumentando -ahora es de 83,3 años, una de las más altas del mundo-, creando una sociedad que no sólo se reduce, sino que envejece rápidamente. En 2050, casi cuatro de cada diez españoles tendrán más de 65 años, según las proyecciones de Eurostat. Las consecuencias económicas son inmediatas y graves: menos trabajadores deben sostener a más jubilados, poniendo a prueba el sistema de pensiones, la asistencia sanitaria y las finanzas públicas.
La familia que desaparece
Detrás de estas cifras se esconde una revolución social silenciosa. Las tasas de matrimonio han descendido más de un 50% desde los años 80, y la edad media de las madres primerizas ha subido a 32,1 años, la más alta de la Unión Europea. Uno de cada diez bebés en España nace ahora de una madre mayor de 40 años, y uno de cada cuatro embarazos acaba en aborto.
El resultado es visible en la composición de los hogares españoles. Sólo el 25% de los hogares incluyen ahora a un menor de 18 años, frente al 30% de hace una década. Tres cuartas partes de los hogares están formados exclusivamente por adultos, lo que refleja no sólo un menor número de nacimientos, sino también la fragmentación de las redes familiares tradicionales. Según Eurostat, el 29% de todos los hogares de España son ahora unipersonales, un nivel récord que se correlaciona con tasas crecientes de soledad y problemas de salud mental.
Los expertos advierten de que la erosión de la vida familiar se ha autoperpetuado: cuantos menos niños haya, menos futuros padres tendrá una nación. El sentido de continuidad familiar -abuelos, primos, tíos- disminuye, dejando un paisaje social cada vez más marcado por el aislamiento.
La ilusión de la inmigración
A primera vista, la inmigración parece contrarrestar estas tendencias. Más de nueve millones de residentes nacidos en el extranjero viven actualmente en España, y si se incluyen sus hijos nacidos en España, los inmigrantes de primera y segunda generación constituyen aproximadamente el 23% de la población total. Desde 2015, España ha ganado 3,6 millones de inmigrantes netos, en su mayoría procedentes de América Latina, el norte de África y Europa del Este.
En 2023, el 31% de los recién nacidos tenían una madre nacida en el extranjero, y más de un tercio tenían al menos un progenitor nacido en el extranjero. En Cataluña, esa cifra supera el 50%. La inmigración se ha convertido en la única fuente de crecimiento demográfico en un país donde el crecimiento natural (nacimientos menos defunciones) es ahora persistentemente negativo.
Sin embargo, los expertos advierten que no es una solución a largo plazo. Los inmigrantes tienden a adoptar los patrones de fecundidad del país de acogida en el plazo de una generación, y los recién llegados a España no son una excepción. La segunda generación -los nacidos y educados en España- presenta tasas de natalidad similares a las de los españoles nativos. Además, la afluencia a gran escala ejerce una presión cada vez mayor sobre los sistemas de vivienda, educación y sanidad, ya sobrecargados por el envejecimiento de la población autóctona.
La tasa de desempleo de España se mantiene por encima del 11%, con más de cuatro millones de personas desempleadas o subempleadas. Al mismo tiempo, la demanda de mano de obra para empleos poco cualificados ha atraído a cientos de miles de inmigrantes, muchos de los cuales luchan con cualificaciones limitadas y problemas de integración. El resultado es una paradoja: un elevado desempleo que coexiste con una rápida afluencia de población, generando tensiones sociales y fiscales que ninguna política gubernamental ha conciliado todavía.
El coste económico del declive
La contracción demográfica no es sólo un reto social, sino también una amenaza macroeconómica. Menos trabajadores significa menor productividad, crecimiento más lento y mayores cargas fiscales para la menguante clase media. El Banco de España calcula que, si no se invierte la tendencia de la fecundidad, la población en edad de trabajar del país se reducirá en seis millones de personas para 2050.
El sistema de pensiones, que ya registra déficits persistentes, se enfrenta a riesgos de insolvencia a medida que empeora la tasa de dependencia. En 1980, había cinco trabajadores por cada jubilado; hoy, sólo hay dos, y a mediados de siglo, apenas habrá 1,3. Al mismo tiempo, el gasto sanitario -que ya representa el 10% del PIB- sigue aumentando a medida que una población mayor requiere cuidados crónicos.
«España envejece hacia el estancamiento», advierte un reciente informe CEU-CEFAS, señalando que cada año coinciden menos nacimientos con una deuda pública récord y un aumento del gasto social. La situación, concluye, «es estructuralmente insostenible a menos que el país redescubra el valor social de la familia y la paternidad.»
Raíces culturales de la crisis
Aunque las presiones económicas -el elevado coste de la vivienda, la inestabilidad laboral y la escasez de guarderías- disuaden a muchos jóvenes españoles de tener hijos, la crisis es más profunda que las limitaciones materiales. También es cultural.
En las sociedades postindustriales, el individualismo y la secularización han erosionado las motivaciones tradicionales de la vida familiar. España, antaño una de las naciones más católicas de Europa, ha sido testigo de una desafiliación masiva: apenas el 18% de los españoles menores de 35 años se identifican ahora como católicos practicantes. Con el declive de las creencias religiosas se produce un declive de las instituciones -matrimonio, paternidad y comunidad- que se basan en un significado moral compartido.
Los sociólogos llaman a esto la «sociedad postfamiliar»: una en la que la libertad personal y la movilidad profesional se valoran por encima de la continuidad y el cuidado. Las consecuencias son sutiles pero profundas. Cuando la familia se reduce a una opción de estilo de vida en lugar de una vocación, el instinto colectivo de reproducirse disminuye. Los hijos se convierten en una carga, no en una bendición; el futuro, en un riesgo más que en una esperanza.
Política sin visión
Los sucesivos gobiernos españoles han tardado en reaccionar. A pesar de años de advertencias, la política familiar sigue estando fragmentada e infrafinanciada. El gasto público en prestaciones familiares representa sólo el 1,3% del PIB, menos de la mitad de la media de la UE. Las deducciones fiscales por hijos son mínimas, la disponibilidad de guarderías sigue siendo limitada y las políticas de permiso parental van a la zaga de las del norte de Europa.
Las pocas medidas adoptadas -como la modesta «prestación por hijo a cargo» para las familias con ingresos bajos- apenas abordan los desincentivos estructurales a los que se enfrentan las parejas de clase media. Los precios de la vivienda, sobre todo en Madrid y Barcelona, son prohibitivos: en 2025, el coste medio por metro cuadrado superó los 3.200 euros, mientras que los salarios se han estancado. Para muchos adultos jóvenes, formar una familia es económicamente imposible antes de los treinta y tantos, momento en el que la fecundidad empieza a descender bruscamente.
El camino a seguir
Algunos países europeos están empezando a invertir la tendencia. Francia y Hungría, por ejemplo, han introducido políticas agresivas a favor de la familia que combinan desgravaciones fiscales, guarderías subvencionadas e incentivos para la vivienda. La tasa de fecundidad de Francia, aunque en descenso, se mantiene en torno al 1,8, la más alta de la UE. Hungría ha experimentado modestos repuntes desde 2010 tras vincular las rebajas fiscales y la condonación de hipotecas a la maternidad.
España aún tiene que seguir el ejemplo. Hacerlo requeriría algo más que una reforma financiera: exigiría una reorientación cultural. La política familiar debe tratarse como una construcción nacional, no como un tema de bienestar de nicho. Los impuestos y el gasto público deberían recompensar a los hogares que invierten en el futuro del país a través de la paternidad, mientras que las escuelas y los medios de comunicación deberían restaurar el prestigio de la vida familiar y el lenguaje moral del compromiso.
También es esencial un marco de inmigración sostenible, que dé prioridad a la integración, la educación cívica y la competencia lingüística, en lugar de suponer que la sustitución de la población puede sustituir a la renovación.
Una cuestión de continuidad
El invierno demográfico no es el destino, pero es una advertencia. España ha soportado guerras, pobreza y convulsiones políticas, pero nunca antes se había enfrentado a la amenaza silenciosa de la desaparición por desgaste. La cuna se está vaciando; las aulas están medio llenas; las oficinas de pensiones están desbordadas.
Si la nación que una vez pobló las Américas y evangelizó el mundo no puede repoblarse a sí misma, la pérdida no será sólo demográfica, sino de civilización. El reto ahora no es simplemente sobrevivir, sino recordar por qué importa sobrevivir.