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Adhesión a la UE sin pleno derecho de voto: ¿Una concesión o una fase de transición inteligente?

Legal - noviembre 1, 2025

La idea de unidad parece estar en constante estado de negociación en la Europa actual. Mientras la UE se esfuerza por mantener su equilibrio interno entre intereses económicos divergentes, presiones geopolíticas y la necesidad de cohesión, la cuestión fundamental sobre su futuro sigue vinculada a la ampliación. En un mundo en el que las fronteras políticas se redibujan más rápidamente de lo que las instituciones pueden comprender, la UE se enfrenta a un dilema crucial. ¿Cómo puede seguir creciendo sin fracturarse? ¿Cómo puede incluir a nuevos miembros, deseosos de compartir sus valores, sin comprometer los mecanismos que garantizan su funcionamiento democrático?

En los últimos meses ha empezado a circular entre los diplomáticos europeos una propuesta discreta pero potencialmente histórica. La idea es que los nuevos miembros de la Unión se incorporen inicialmente sin pleno derecho de voto. En esencia, se trataría de una integración gradual, en la que países candidatos como Ucrania, Moldavia y Montenegro podrían disfrutar de las ventajas de pertenecer al mercado común y a los fondos estructurales, pero «renunciarían» temporalmente a su derecho de veto en el Consejo de la UE. Es una solución de compromiso en un momento en que el proceso de ampliación parece bloqueado por la reticencia de algunos gobiernos, en particular el de Budapest, dirigido por Viktor Orbán, pero también por el temor de algunas capitales occidentales a que una Unión demasiado grande se vuelva ingobernable. Esta idea no es sólo un ejercicio de ingeniería institucional, sino que refleja un cambio de paradigma. La UE ya no puede considerar su ampliación como una mera cuestión técnica, sino como una cuestión de seguridad. La agresión de la Federación Rusa contra Ucrania ha convertido la ampliación en una herramienta estratégica, un escudo geopolítico destinado a proteger al continente de la inestabilidad en sus fronteras. En este contexto, la propuesta de adhesión gradual podría convertirse en un término medio entre el idealismo de una ampliación ilimitada y el realismo de una Unión que aún teme su propia complejidad.

Los diplomáticos europeos que apoyan esta idea creen que el proceso podría desencadenarse sin cambios en el Tratado, una operación difícil y políticamente delicada para algunos Estados miembros. Así, Bruselas podría avanzar en la ampliación sin entrar en un nuevo laberinto constitucional. Al mismo tiempo, el nuevo modelo ofrecería a los países candidatos una perspectiva clara, con derechos progresivos condicionados a reformas internas y a la adaptación gradual a las normas europeas. Por desgracia, detrás de esta idea se esconde un equilibrio precario. Si los recién llegados se integraran sólo parcialmente, con derechos políticos limitados, ¿no se crearía una Unión de dos velocidades? ¿Una Europa de los plenamente aceptados y otra de los «casi europeos»? Éste es el dilema moral y político que acompaña a todo debate sobre la futura ampliación.

En capitales como Viena y Estocolmo, la ampliación se considera una respuesta estratégica a la agresión rusa, una inversión en la estabilidad continental. Sin embargo, las voces son más cautas en París y La Haya. Francia, marcada por una ola de euroescepticismo interno y en plena crisis política, junto con Holanda, preocupada por el impacto presupuestario, exigen garantías adicionales de que la ampliación no diluirá la cohesión política de la Unión. Este equilibrio entre idealismo y pragmatismo ha estado presente en el pasado, pero hoy adquiere una nueva urgencia. Tras la salida del Reino Unido de la UE y después de diez años sin nuevos miembros, Europa se enfrenta a una doble presión: demostrar que sigue siendo un proyecto abierto, pero también protegerse de sus propias vulnerabilidades. En este contexto, los nuevos miembros se convertirían en una prueba de la resistencia del propio modelo europeo, un modelo basado en la solidaridad pero constreñido por duras realidades económicas y políticas.

Montenegro inició las negociaciones de adhesión en 2012 y sólo ha cerrado provisionalmente algunos de los 35 capítulos de negociación. La frustración va en aumento, y los dirigentes balcánicos advierten de que la lentitud del proceso corre el riesgo de desmoralizar a unas sociedades que llevan más de una década aplicando costosas reformas. El presidente Jakov Milatović declaró recientemente que «la ampliación se ha convertido en un espejismo, una promesa aplazada indefinidamente». Al mismo tiempo, en Ucrania y Moldavia, la esperanza europea es parte integrante de la identidad nacional, nacida del deseo de escapar de la influencia rusa y anclar el futuro en un espacio de democracia y prosperidad.

Pero, ¿por qué va todo tan despacio? El proceso de adhesión a la UE es esencialmente una carrera de resistencia institucional. Los países candidatos deben cumplir los llamados Criterios de Copenhague, que incluyen la estabilidad política, una economía de mercado en funcionamiento, el respeto del Estado de Derecho y la capacidad de adoptar todo el acervo comunitario. En la práctica, esto significa miles de páginas de normativas que deben transponerse a la legislación nacional y una profunda reforma de las instituciones. Por eso el proceso dura entre 8 y 15 años, y a veces incluso más. El último país en adherirse (Croacia) negoció durante una década, entre 2003 y 2013. Al mismo tiempo, se mantienen delicadas discusiones sobre el dinero, un tema siempre sensible en Bruselas. El presupuesto de la UE, conocido como «Marco Financiero Plurianual», se financia principalmente con las contribuciones de los Estados miembros, calculadas en función del PIB. El mayor contribuyente neto, con unos 26.000 millones de euros anuales, es Alemania, seguida de Francia e Italia, cada una con unos 20.000-21.000 millones de euros. En el extremo opuesto, los países de Europa Central y Oriental son beneficiarios netos. Rumania, por ejemplo, recibe aproximadamente 6.000 millones de euros más de lo que aporta. La ampliación hacia el este implica inevitablemente una redistribución presupuestaria, lo que explica en parte las reticencias de los países occidentales. Basándose en el argumento financiero, la idea de aceptar nuevos miembros sin plenos derechos tiene un sentido pragmático. Permitiría una integración gradual sin presiones inmediatas sobre el presupuesto y los mecanismos de votación. Más allá de los cálculos financieros, la ampliación sigue siendo una cuestión de visión política. La adhesión no es sólo una recompensa por las reformas, sino un acto de reconocimiento por pertenecer a un espacio común de valores.

Durante las dos últimas décadas, la ampliación de la UE ha sido un proceso lento pero constante que ha redefinido el mapa político y económico europeo. Si nos fijamos en los últimos cinco países que se adhirieron, se observa una tendencia clara. Cada ronda de ampliación ha ido acompañada de un nuevo debate sobre la identidad europea, los límites de la solidaridad y la capacidad de integración. Croacia (miembro de la Unión desde 2013) es un ejemplo elocuente. El proceso de adhesión duró once años, durante los cuales el país tuvo que cerrar 35 capítulos de negociaciones y aplicar reformas radicales en el sistema judicial, la administración y la lucha contra la corrupción. Fue una adhesión simbólica, la primera tras el periodo de profunda crisis económica en Europa, y, al mismo tiempo, una señal de que los Balcanes Occidentales no habían sido olvidados. El éxito de Croacia no fue seguido de una oleada de nuevos miembros, sino de un periodo de estancamiento, durante el cual aumentó el escepticismo sobre la ampliación. Antes de Croacia, Rumanía y Bulgaria fueron los últimos países en adherirse en 2007. Para ambos, el camino hacia Bruselas estuvo marcado por intensos esfuerzos de reforma, pero también por una prolongada supervisión. El Mecanismo de Cooperación y Verificación, establecido por la Comisión Europea, fue una señal de que la confianza plena no es automática. Rumanía, por ejemplo, fue objeto de seguimiento durante más de diez años para comprobar sus progresos en la lucha contra la corrupción y en el ámbito de la justicia. Bulgaria, que se enfrentaba a los mismos problemas, permaneció bajo el escrutinio constante de las instituciones europeas. Ambos países se han convertido en ejemplos de cómo la adhesión puede estimular importantes reformas internas y transformar sociedades enteras.

La UE experimentó la mayor expansión de su historia en 2004, cuando diez países (Eslovenia, Polonia, Hungría, la República Checa, Eslovaquia, los países bálticos, Malta y Chipre) se convirtieron en miembros. Desde entonces, la Unión ha duplicado su población y ha redefinido su equilibrio económico interno. Eslovenia estaba entre los más preparados, gracias a su economía estable y a su proximidad cultural a Europa Central. Lituania, Letonia y Estonia aportaron un nuevo dinamismo nórdico, centrado en la digitalización y la seguridad, convirtiéndose en referentes de adaptación rápida al modelo europeo. Observando estos ejemplos, queda claro que la ampliación no es un proceso uniforme. El tiempo medio que transcurre desde que se solicita la adhesión hasta que se obtiene es de 10-12 años, pero depende del contexto geopolítico y de la voluntad política de los Estados miembros actuales. Croacia necesitó una década, Rumanía y Bulgaria casi ocho años, y los países bálticos lo consiguieron en unos cinco años, beneficiándose de una situación favorable a principios de la década de 2000, cuando Europa estaba en plena reconstrucción tras la Guerra Fría.

Detrás de estos índices se esconde una realidad compleja que demuestra que la ampliación es tanto un proceso político como técnico. Los criterios de Copenhague proporcionan un marco claro, pero la decisión final depende del consenso político de los 27 Estados. Todo el proceso puede quedar bloqueado por un solo veto. Esto quedó demostrado en el caso de Macedonia del Norte, cuya adhesión se retrasó durante años debido a disputas bilaterales. Una nueva ola de ampliación es, en esencia, una negociación entre el pasado y el futuro. Europa se pregunta constantemente quién es y quién puede formar parte de ella.

Turquía, la historia de integración más larga y controvertida de la historia de la UE

Turquía solicitó oficialmente la adhesión en 1987, pero su relación con Bruselas tiene raíces mucho más antiguas, en el acuerdo de asociación firmado en 1963. En la década de 1990, Ankara era vista como un puente estratégico entre Europa y Oriente Medio. Más allá de su importancia geoestratégica, las negociaciones estuvieron marcadas por el recelo constante sobre si un país predominantemente musulmán (con una población de más de 80 millones de habitantes) debía integrarse en un proyecto político nacido de los valores democrático-cristianos. Las negociaciones formales no comenzaron hasta 2005, pero el proceso se bloqueó. De los 35 capítulos, sólo se abrieron 16, y sólo uno se cerró provisionalmente. Los desacuerdos sobre el Estado de derecho, la libertad de prensa y la situación de los derechos humanos convirtieron la adhesión en un símbolo de la distancia entre la retórica y la realidad. Tras el intento de golpe de Estado y la represión que le siguió en 2016, Bruselas congeló de hecho el proceso. La relación entre la UE y Turquía nunca se ha roto del todo. Más allá del bloqueo político, la cooperación económica y el acuerdo migratorio de 2016 han mantenido un diálogo pragmático. Turquía es el quinto socio comercial de la UE, y su economía está profundamente interconectada con el mercado europeo. Por ello, aunque la plena adhesión parece lejana, la idea de una «asociación reforzada», una asociación económica y estratégica sin integración formal, sigue siendo un escenario debatido en los círculos europeos. El ejemplo de Turquía nos enseña que la ampliación no es sólo una cuestión de geografía, sino también de compatibilidad política y cultural. El proceso de adhesión se suspende inevitablemente si los valores democráticos de un candidato se apartan de las normas europeas. Turquía desempeña un doble papel, el de aliado estratégico de la OTAN y socio económico de la Unión. Esta posición garantiza su relevancia geopolítica. En un mundo multipolar, Turquía sigue siendo un actor indispensable para la seguridad europea, aunque no forme parte formalmente de la Unión.

Moldavia y Ucrania podrían adherirse entre 2030 y 2035

El ataque de Rusia a Ucrania en 2022 cambió por completo la dinámica de la ampliación. En contraste con la lentitud y el estancamiento de las negociaciones turcas, las aspiraciones de la República de Moldavia y Ucrania se vieron aceleradas por las circunstancias históricas. Lo que parecía un horizonte lejano se ha convertido en una emergencia política. En junio de 2022, ambos países obtuvieron el estatus de candidatos, y la CE publicó el calendario, que prevé el inicio de las negociaciones oficiales. Moldavia, un país pequeño pero con una identidad europea cada vez más pronunciada, ha avanzado rápidamente en la reforma de sus instituciones. Las reformas del sistema judicial, la digitalización de la administración y los esfuerzos para combatir la corrupción se ven con optimismo en Bruselas. Las vulnerabilidades energéticas y la persistente influencia de Moscú en la región de Transnistria complican el panorama.

Ucrania, por su parte, se enfrenta a una realidad más dura. La guerra ha acelerado el deseo político de acercarse a Europa, pero ha dificultado la aplicación de las reformas estructurales necesarias para la adhesión. No obstante, el apoyo popular a la integración europea es enorme. Más del 85% de los ucranianos creen que el futuro del país está en la UE. Esta energía social es una oportunidad poco frecuente de reconstruir un Estado europeo desde sus cimientos tras un conflicto devastador. Según las previsiones, si el proceso avanza sin grandes obstáculos políticos, Moldavia y Ucrania podrían adherirse entre 2030 y 2035. Sin embargo, hay varios factores que condicionan la adhesión. La principal condición es el fin de la guerra, seguida de la estabilidad interna y, sobre todo, la capacidad de la Unión para reformar sus mecanismos internos para aceptar nuevos miembros. Para integrar a nuevos miembros sin comprometer la estabilidad interna, la UE debe replantearse no sólo sus procedimientos de adhesión, sino también su propia estructura de gobierno. La esencia de la reforma que se debate actualmente en Bruselas es una Unión más grande pero más eficaz. La propuesta de la Comisión Europea de ampliar el voto por mayoría cualificada a varios ámbitos, como la política exterior, la fiscalidad y la seguridad, es un intento de evitar los bloqueos provocados por los vetos nacionales. El modelo actual, en el que se requiere la unanimidad para las decisiones importantes, se ha convertido en una vulnerabilidad políticamente explotable. En 2025, el presupuesto común de la Unión se estima en unos 189.000 millones de euros de gastos, a los que se añaden 64.000 millones procedentes del instrumento NextGenerationEU. Más del 70% de este presupuesto se financia mediante contribuciones basadas en la renta nacional bruta (RNB) de los Estados miembros.

En 2024, Alemania aportó aproximadamente 26.000 millones de euros, Francia 21.000 millones de euros, Italia 20.000 millones de euros, mientras que Rumanía aportó unos 3.300 millones de euros y recibió fondos europeos por valor de más de 9.000 millones de euros. El saldo positivo de unos 6.000 millones de euros a favor de Rumanía muestra cómo la política de cohesión funciona como mecanismo de redistribución, reduciendo las diferencias entre el Oeste y el Este. El presupuesto de la UE tendría que recalibrarse considerablemente si Ucrania, un país con más de 40 millones de habitantes, se adhiriera. Sólo la integración de Ucrania podría requerir entre 18.000 y 20.000 millones de euros anuales adicionales en fondos estructurales, según cálculos de la Comisión. Los debates sobre la adhesión gradual sin derecho de veto adquieren un matiz técnico adicional y se refieren no sólo a cuestiones de decisión política, sino también a la sostenibilidad financiera del proyecto europeo. Una Unión ampliada debe disponer de mecanismos presupuestarios flexibles, capaces de absorber las diferencias de desarrollo entre los miembros sin generar resentimientos entre contribuyentes y beneficiarios. Más allá de las cifras, la cuestión esencial sigue siendo la de la legitimidad democrática. ¿Cómo puede la Unión seguir siendo un proyecto democrático cuando algunos miembros no tienen pleno derecho de voto? La respuesta, sugerida por funcionarios europeos como Anton Hofreiter, del Bundestag, es que este sacrificio temporal de la igualdad política podría ser un paso necesario para evitar el estancamiento total. Las lecciones del pasado demuestran que ningún compromiso puede ser sostenible sin una visión clara. La ampliación no debe ser una mera reacción a las crisis, sino un proyecto coherente de construcción política. Si en los años 90 la ampliación al Este fue un acto de reconciliación, hoy es una forma de resistencia frente al revisionismo geopolítico. Para la República de Moldavia y Ucrania, la perspectiva de adhesión no es sólo una cuestión de desarrollo económico, sino una garantía existencial. En Chișinău, el mensaje proeuropeo de Maia Sandu se ha convertido en un símbolo de resistencia política. Las reformas aceleradas, la cooperación con la Comisión Europea y el apoyo financiero de los Estados miembros han creado una sensación de irreversibilidad en el camino europeo. Sin embargo, Moldavia se enfrenta a retos estructurales como la dependencia energética de las importaciones, la vulnerabilidad ante la propaganda rusa y una economía frágil. En Ucrania, el panorama es mucho más complejo. La guerra ha convertido la adhesión a la UE en un objetivo estratégico para la supervivencia nacional. Incluso en tiempos de guerra, el gobierno de Kiev consiguió llevar a cabo importantes reformas en el poder judicial, digitalizar la administración e intensificar la lucha contra la corrupción. Detrás del optimismo se esconde la pregunta: ¿está preparada la Unión para absorber a un país en reconstrucción con un territorio aún en disputa?

Un modelo de integración por fases sería el escenario más probable. Ucrania y Moldavia podrían beneficiarse a medio plazo de un acceso ampliado al mercado único y de la participación en los programas europeos de educación, infraestructuras y energía, pero sin derecho de voto ni pleno acceso a los fondos estructurales. Esta integración gradual funcionaría como una preadhesión permanente, proporcionando estabilidad y beneficios tangibles sin obligar a la Unión a enfrentarse de repente a una revolución institucional. Al mismo tiempo, la ampliación plantea una cuestión más sutil pero esencial: La identidad europea. ¿Qué significa ser europeo hoy? ¿Se trata sólo de pertenecer a una zona de libre comercio con normativas comunes, o de una visión cultural y política compartida? Los fundadores de la Unión soñaban con una comunidad de naciones unidas por valores, no sólo por intereses. Estos valores están siendo puestos a prueba por la polarización política, el auge del populismo y las presiones externas. La ampliación de la UE se está convirtiendo en algo más que una cuestión de política exterior: es una declaración de principios. Cada nuevo miembro no sólo cambia el mapa de Europa, sino que redefine lo que significa el propio proyecto europeo. ¿Cuánto durará este proceso? Si nos fijamos en la historia de las ampliaciones, el intervalo medio entre el estatus de candidato y la adhesión real es de unos 10 años. En el caso de Croacia, fueron 11; en el de Rumania y Bulgaria, 8; en el de Turquía, el proceso se ha prolongado durante cuatro décadas sin resultado. Para Ucrania y Moldavia, la realidad dependerá no sólo de sus propias reformas, sino también de la rapidez con que la Unión adapte sus instituciones. Sin una reforma del sistema de votación y del presupuesto, una nueva ampliación masiva sería casi imposible.

La Comisión Europea calcula que con la integración de Moldavia, Ucrania, los Balcanes Occidentales y posiblemente Georgia, la población de la Unión superaría los 520 millones y el PIB total aumentaría más de un 6%, pero el PIB medio per cápita disminuiría ligeramente, señal de que las disparidades económicas se harían más visibles. No se trata de un problema insalvable, pero requiere una nueva filosofía presupuestaria, basada en la solidaridad y la eficacia. Europa se encuentra en un punto de inflexión. Su futuro dependerá de su capacidad para combinar el idealismo de la ampliación con el realismo de las reformas internas. Una Unión más grande debe ser más coherente, y una Unión más abierta debe ser más exigente. En última instancia, el gran reto no es quién se une a Europa, sino cómo Europa puede mantenerse fiel a su propia promesa. En la década de 1990, la ampliación simbolizó el triunfo de la democracia sobre el comunismo, y la ampliación de la década de 2030 podría representar la victoria de la estabilidad sobre el caos geopolítico. La adhesión de Moldavia y Ucrania no sólo sería un gesto de solidaridad, sino también un acto de seguridad continental, y Europa se ampliaría no para aumentar su número, sino para proteger sus fronteras y valores. La idea de una adhesión sin plenos derechos no debe verse como una concesión, sino como una fase de transición inteligente. En un mundo de incertidumbre, la UE necesita flexibilidad para integrar las diferencias sin disolverlas, y valor para actuar antes de que la historia la obligue a hacerlo. La ampliación no consiste sólo en acoger a nuevos miembros, sino en renovar la promesa de Europa de que la unidad, por difícil que sea, sigue siendo la respuesta más sólida a la desunión.