Una resolución que redefine los términos
El 31 de octubre de 2025, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó la Resolución 2797, por la que se prorrogaba el mandato de la Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum del Sáhara Occidental (MINURSO) hasta octubre de 2026. Once miembros apoyaron la moción, mientras que China, Rusia y Pakistán se abstuvieron; Argelia, coherente con su comportamiento en el pasado, declinó participar.
La verdadera importancia de la renovación no reside en su carácter procedimental, sino en su orientación política. Redactada por Estados Unidos, la resolución reafirmaba la Iniciativa de Autonomía de Marruecos como marco principal de las futuras negociaciones, lo que suponía un alejamiento implícito del énfasis que la ONU había puesto durante mucho tiempo en un referéndum de autodeterminación.
Para Marruecos, este resultado representa una victoria diplomática consolidada. El rey Mohammed VI lo saludó como «la apertura de un nuevo capítulo» en la consolidación de la soberanía marroquí sobre el territorio. La decisión corona un proceso estratégico que comenzó cinco años antes, cuando el ex presidente Donald Trump reconoció la soberanía de Marruecos a cambio de normalizar las relaciones con Israel. Desde entonces, las principales capitales occidentales -desde París y Londres hasta Berlín y Madrid- han adoptado gradualmente el plan de autonomía como la vía más viable hacia la estabilidad. Lo que antes era un conflicto enmarcado en torno a la independencia se ha convertido en gran medida en un debate sobre la gobernanza dentro de la soberanía marroquí.
Del liderazgo de Washington al alineamiento de Europa
Las recientes declaraciones del Secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, confirman que Washington considera la propuesta de Marruecos como la única vía creíble hacia una solución duradera. Londres no tardó en seguirla, describiéndola como «una base realista y pragmática para la paz». Esta convergencia transatlántica ha redefinido el mapa geopolítico del Magreb: Marruecos es ahora el principal socio de Occidente en una región de creciente inestabilidad, valorado por su cooperación en la lucha antiterrorista, la gestión de la migración y la conectividad energética. Argelia, por su parte, se ha inclinado más hacia Moscú, Pekín y Teherán, añadiendo una capa de tensión ideológica a una rivalidad ya de por sí compleja.
En este panorama cambiante, la postura de España sigue siendo incierta. Madrid, que en su día fue la potencia colonial y sigue siendo considerada la autoridad administrativa según el derecho internacional, aún no ha articulado una estrategia coherente a largo plazo para la vecindad meridional. La decisión del presidente Pedro Sánchez en 2022 de respaldar el plan de autonomía de Rabat -comunicada personalmente al rey Mohammed VI- rompió con décadas de prudente neutralidad. Proporcionó estabilidad a corto plazo en las relaciones bilaterales, sobre todo en materia de migración, pero debilitó la influencia de España en la ecuación regional más amplia. La muda reacción del gobierno ante las actuales cuestiones humanitarias y de derechos humanos en el Sáhara Occidental ha reforzado la sensación de que la diplomacia española se rige por necesidades tácticas más que por un diseño estratégico.
El próximo capítulo de España en el Magreb
Es probable que las próximas elecciones generales españolas, previstas para 2027, cierren el capítulo de Sánchez. Las encuestas sugieren una mayoría parlamentaria para el Partido Popular y Vox, de centro-derecha, lo que abre la posibilidad de una nueva dirección política. Sin embargo, sigue siendo una incógnita si ese gobierno remodelará la política española hacia el Magreb.
El próximo gobierno se enfrentará a una herencia delicada: El respaldo formal de España al marco de autonomía marroquí, la creciente convergencia de la Unión Europea con esa postura y una renovada influencia estadounidense bajo una segunda administración Trump. Es poco probable que Vox impugne la postura de Washington, sobre todo mientras Trump siga en el poder. La verdadera prueba recaerá sobre el Partido Popular: si es capaz de definir una política que reafirme los intereses de España al tiempo que se compromete constructivamente tanto con Marruecos como con Argelia.
El reto de España consiste menos en elegir aliados que en recuperar el sentido de la orientación. Su gestión de la cuestión del Sáhara ha sido con demasiada frecuencia reactiva, carente de la claridad y coherencia que se espera de una potencia mediterránea. Sin embargo, esta cuestión afecta a dimensiones vitales de la estrategia nacional: las rutas energéticas, la gestión de las fronteras y la credibilidad de la voz internacional de España. Un futuro gobierno tiene la oportunidad de devolver la coherencia a su diplomacia, equilibrando el realismo con los principios y garantizando que España vuelva a actuar, y no sólo a reaccionar, en su vecindad meridional.
Medio siglo después de la Marcha Verde, el Sáhara Occidental sigue siendo tanto una preocupación humanitaria como una prueba geopolítica. Para España, también puede convertirse en el lugar donde empiece a tomar forma un renovado sentido de propósito en política exterior.