La Europa de posguerra era un continente fragmentado, arruinado económicamente por dos guerras mundiales y marcado por la división ideológica entre Este y Oeste. En este tenso contexto, la idea de una unión económica y política no surgió de la ambición imperial, sino de la desesperada necesidad de estabilidad entre los estados europeos.
El contexto de la formación de la Unión Europea y la dinámica de la deuda pública
Ya en 1951, el Tratado de París sentó las bases de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), un acuerdo económico entre seis Estados (Francia, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Italia y Alemania Occidental). Esta alianza pretendía eliminar las rivalidades económicas que habían alimentado las dos guerras mundiales que asolaron el viejo continente. La firma del Tratado de París fue sólo el principio de un viaje que conduciría, en sólo cuatro décadas, a la formación de la Unión Europea. El Tratado de Roma, concluido en 1957, condujo a la ampliación de la cooperación comercial, creando así la Comunidad Económica Europea (CEE). El objetivo declarado entonces era simple y ambicioso al mismo tiempo: crear un mercado común con libre circulación de bienes y servicios, personas y capitales. La intención no declarada de los dirigentes europeos era más estratégica, basada en la interdependencia económica destinada a evitar otra guerra y garantizar la prosperidad común de los estados signatarios del Tratado de Roma. Durante las cuatro décadas siguientes, la Unión Europea se amplió y consolidó mediante sucesivas reformas. La primera reforma que mencionamos es el Acta Única Europea (AUE). Firmada en 1986, el AUE modificó los Tratados constitutivos de las Comunidades Europeas y estableció la cooperación política entre los Estados firmantes. El término «Unión Europea» se oficializó con la adopción del Tratado de Maastricht en 1992, que entró en vigor el 1 de noviembre de 1993. La estructura moderna actual de la UE fue establecida por el Tratado de Lisboa en 2007. Sin embargo, una unión económica no puede existir sin coordinación fiscal. Fue precisamente en esta coordinación fiscal donde se ocultaron desde el principio las semillas de las futuras crisis económicas.
La deuda pública, un indicador de desequilibrios
Si examinamos la deuda pública en relación con el PIB en la Unión Europea, vemos que los datos oficiales indican enormes discrepancias entre los estados miembros. Grecia encabeza la clasificación de deuda en relación con el PIB con un nivel de deuda del 142,2% del PIB, seguida de Italia con el 137,3%, Francia con el 116,3% y España en cuarto lugar con el 100,6%. En el extremo opuesto se encuentran países como Bulgaria, con un 26,7%, y Estonia, con un 21,4% de deuda respecto al PIB. Estas cifras no deben considerarse meras estadísticas; en realidad son el resultado de décadas de políticas económicas, crisis internas, reformas fallidas y diferentes modelos sociales. Mientras que Europa Occidental se construyó sobre la base de un generoso Estado del bienestar y una sofisticada economía industrial, Europa Oriental, que se incorporó más tarde a la UE, tuvo que trabajar duro para ponerse al día tras enormes brechas históricas. Esta diferencia estructural explica por qué, más de 35 años después de la caída del comunismo, la deuda pública y las políticas sociales siguen siendo profundamente desiguales entre el Este y el Oeste.
Una Europa de dos velocidades, origen de los desequilibrios
El continente europeo experimentó una transformación geopolítica sin precedentes con la caída del Telón de Acero. Los países de Europa Central y Oriental se apresuraron a unirse a las estructuras occidentales, en primer lugar a la OTAN por temor a la nefasta influencia de la Federación Rusa, y en segundo lugar a la Unión Europea, como factor beneficioso desde el punto de vista económico. La integración económica no fue uniforme para todos los estados. Mientras que países como Alemania, Francia y Holanda se beneficiaron de una sólida base industrial y un robusto sistema fiscal, los nuevos Estados miembros del Este tuvieron que pasar por duros procesos de privatización de fábricas controladas por el Estado, reestructuración y austeridad. Así, podemos decir que se ha formado una Europa de dos velocidades: Europa Occidental, cuyos países tienen economías maduras, infraestructuras desarrolladas, altos niveles de deuda pública, pero también una gran capacidad fiscal para apoyar las políticas sociales. Europa del Este, con una deuda menor, pero con una serie de vulnerabilidades sociales y económicas estructurales.
El papel de la deuda pública en la integración europea
Desde el punto de vista de la teoría económica, la deuda pública de un país no es algo malo en sí mismo. La deuda pública sólo se vuelve problemática cuando su financiación no genera crecimiento económico. Países como Alemania y Francia pueden sostener deudas superiores al 80% del PIB porque invierten constantemente en infraestructuras, innovación y protección social. Por el contrario, los países del sur de Europa, como Grecia, Italia y España, siempre se han enfrentado a enormes deudas causadas por un gasto público ineficiente, un modelo económico dependiente del consumo y el turismo y, por último pero no menos importante, la evasión fiscal. La crisis financiera que asoló Europa entre 2008 y 2012 puso de manifiesto estas vulnerabilidades. Por ejemplo, Grecia, al borde de la quiebra, se vio obligada a aceptar paquetes de rescate de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional (FMI) a cambio de políticas de austeridad draconianas que afectaron gravemente al pueblo griego. La misma crisis económica demostró que una moneda común (el euro) sin una política fiscal común es un sistema incompleto. Los países que no pudieron devaluar su moneda nacional se vieron obligados a ajustar sus déficits mediante recortes presupuestarios (véase el caso de Rumanía, donde los funcionarios sufrieron un recorte salarial del 25%), aumentando así las tensiones sociales.
La crisis económica, motor de la integración
Jean Monnet, uno de los padres fundadores del proyecto europeo, sostenía que la Unión Europea siempre se ha construido «a través de las crisis». Cada crisis que ha azotado a la UE ha supuesto una nueva etapa de integración. En la década de 1970, la crisis del petróleo estimuló la cooperación energética. La crisis financiera mundial de 2008, originada en EEUU, llevó a la creación del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE). La pandemia de COVID-19 llevó a la emisión de los primeros bonos europeos conjuntos para financiar el plan de recuperación de la UE de Nueva Generación. La guerra de Ucrania ha acelerado la inversión en las industrias armamentística y tecnológica. Estas respuestas institucionales han reforzado la cohesión económica a nivel de la UE, pero también han intensificado el debate sobre la solidaridad. Los países con una deuda baja, como Alemania (65,4%), Holanda (43,3%) y Finlandia (actualmente en el 86,4%), se han mostrado a menudo reacios a aceptar la idea de «mutualizar» la deuda pública. Por otra parte, los países del sur de la UE han pedido una mayor redistribución del presupuesto de la UE, argumentando que la Unión no puede sobrevivir si la prosperidad se concentra sólo en el norte.
Disciplina fiscal y realidad económica desde Maastricht hasta hoy
En 1992, el Tratado de Maastricht introdujo criterios estrictos para los países que deseaban incorporarse a la zona euro. El primer criterio es que la deuda pública no supere el 60% del PIB del país, y la segunda condición es que el déficit presupuestario anual no supere el 3% del PIB. Estas condiciones, diseñadas para la estabilidad financiera, se han convertido en una referencia simbólica a lo largo de los años. Pero, paradójicamente, incluso los fundadores de estas normas las violan constantemente. Francia tiene actualmente una deuda superior al 116% del PIB, Alemania lucha por mantenerse por debajo del umbral del 70%, pero su deuda no deja de crecer. Italia y Grecia están superando todos los límites históricos, y Rumanía les sigue de cerca, habiendo acabado endeudándose a los tipos de interés más altos de la UE. Así, lo que se suponía que era un mecanismo de disciplina económica se ha convertido en un indicador de desigualdades estructurales. Los países con un espacio fiscal limitado se han visto obligados a reducir la inversión pública, ampliando la brecha de desarrollo con las economías de alto rendimiento de los países del norte de la UE.
Europa Occidental, el motor económico y la paradoja de la elevada deuda
Europa Occidental es el corazón económico de la UE porque alberga a los países que sentaron las bases del proyecto europeo y que, a pesar de los elevados niveles de deuda pública, siguen dictando las grandes orientaciones de la política económica y social. Alemania, Francia, Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Austria son las economías que han dado forma a las reglas del juego europeo, desde la disciplina fiscal hasta la solidaridad social. La paradoja fundamental de esta región es que los países más desarrollados son también los más endeudados, pero al mismo tiempo son los más capaces de gestionar su deuda. Esta paradoja no refleja una debilidad estructural, sino un modelo económico basado en la confianza en el Estado y en la estabilidad de las instituciones financieras. Alemania, por ejemplo, tiene la disciplina presupuestaria como filosofía nacional, y por eso se considera el motor económico de Europa, con una deuda pública relativamente moderada en relación con el tamaño de su economía.
Los países occidentales han creado un equilibrio entre competitividad y cohesión social, pero los retos demográficos, la transición ecológica y los costes geopolíticos (nadie sabe cómo ni cuándo acabará la guerra de Ucrania), así como la excesiva migración que ha azotado a la UE, están ejerciendo presión sobre los presupuestos públicos. Sin embargo, Europa Occidental está demostrando que una deuda pública elevada no significa necesariamente vulnerabilidad, si la deuda se financia con economías fuertes e instituciones creíbles.

El modelo económico alemán se basa en tres pilares esenciales. El primer pilar es la fabricación y las exportaciones, que han convertido a Alemania en el primer exportador europeo y en uno de los líderes mundiales en áreas como la industria automovilística, el equipamiento industrial, los productos químicos y las tecnologías verdes. «Industria 4.0», una estrategia lanzada en 2011, ha transformado el sector industrial alemán en un símbolo de automatización y eficiencia. Las exportaciones alemanas superaron (en 2023) los 1,6 billones de euros, lo que representa alrededor del 45% del PIB. El segundo pilar económico de Alemania es una política fiscal prudente. En la década de 2000, se introdujo la doctrina «Schwarze Null» («cero negro») de equilibrio presupuestario como símbolo de responsabilidad fiscal. Incluso en tiempos de recesión, los alemanes se negaron a endeudarse excesivamente, prefiriendo ajustes estructurales lentos pero sostenibles. El tercer pilar de la economía alemana es el modelo social de la «economía social de mercado». El Estado alemán interviene para garantizar el equilibrio entre la eficacia económica y la justicia social. El gasto social (pensiones, sanidad, educación, asistencia social) representa más del 30% del presupuesto público, pero se financia principalmente mediante cotizaciones y no mediante deuda (préstamos). Las recientes crisis políticas, desde la transición energética (el famoso Green Deal) y la guerra de Ucrania hasta los retos demográficos, están ejerciendo presión sobre el modelo alemán. Sin embargo, gracias a una economía diversificada, Alemania sigue siendo el pilar fiscal más estable de la UE.
Francia representa otra imagen de la economía occidental, con una deuda pública de alrededor del 116% del PIB. Un Estado del bienestar generoso pero costoso, Francia gasta casi el 33% del PIB en protección social, el porcentaje más alto de Europa. Esta política garantiza la cohesión social y una alta calidad de vida, pero reduce la competitividad fiscal, lo que aumenta la presión sobre la deuda. Los sectores que aportan valor añadido a la economía francesa son la industria aeronáutica (Airbus, Dassault Aviation), símbolo de la innovación europea; el sector del lujo y la moda (LVMH, Chanel, Hermès), que contribuye en gran medida a las exportaciones; la energía nuclear, ya que el 70% de la electricidad francesa procede de fuentes nucleares, lo que garantiza la independencia energética y la exportación de conocimientos técnicos. Como en cualquier economía, también hay sectores que pierden terreno. Francia se enfrenta a pérdidas en el sector de la industria pesada, que se ha deslocalizado a países de Europa del Este en las últimas décadas. Aunque está fuertemente subvencionado por la Política Agrícola Común (PAC), el sector agrícola francés sigue siendo vulnerable a las fluctuaciones del mercado mundial. Las crisis sociales de la última década (el movimiento de los «chalecos amarillos»), las huelgas masivas en el sector del transporte y la oposición a la reforma de las pensiones (el gobierno francés ha caído cinco veces en los últimos dos años) ilustran la tensión entre la sostenibilidad fiscal y el modelo de protección social. Francia vive una paradoja. Aunque es la segunda economía europea, Francia es uno de los países más endeudados de la UE debido a su dependencia estructural de un elevado gasto público.
Con una deuda pública de sólo el 43,3% del PIB, Holanda es un ejemplo clásico de economía pequeña pero muy competitiva. El éxito holandés se basa en una administración pública eficiente, una cultura de innovación comercial y un sistema fiscal favorable para las empresas. Con el puerto de Rotterdam (el mayor de Europa, como principal puerta de entrada del comercio continental), Holanda es un centro logístico mundial. Además, el Estado holandés invierte constantemente en educación, digitalización y energías renovables. En cuanto a las políticas sociales, el Estado holandés ofrece una protección mínima universal, pero fomenta la responsabilidad individual. Esta combinación ha dado lugar a una economía estable con una de las tasas de productividad más altas del mundo.

Bélgica, con una deuda pública del 106,4% del PIB, caracterizada por su complejidad política y su resistencia económica, es un caso especial. Aunque la economía belga está desarrollada y sus ciudadanos disfrutan de un alto nivel de vida, su sistema político fragmentado (flamenco frente a francófono) crea grandes dificultades para gestionar las finanzas públicas. Podemos decir que Bélgica refleja perfectamente el dilema de una «Europa rica pero burocrática»: crecimiento económico lento, deuda elevada, pero los ciudadanos disfrutan de estabilidad social. El gasto social es elevado, supera el 30% del presupuesto, pero la eficacia administrativa sigue siendo un problema. Sin embargo, el sector farmacéutico, los servicios financieros de Bruselas (centro administrativo europeo), junto con la tecnología alimentaria y química, son un valor añadido para la economía belga.
El próspero microestado de Luxemburgo, con una deuda del 25,4% del PIB, es el estado miembro más rico de la Unión Europea, con un PIB per cápita de más de 120.000 euros. La economía luxemburguesa se basa principalmente en los servicios financieros, la tecnología de la información y la innovación fiscal. Luxemburgo ha conseguido combinar un impuesto de sociedades moderado con un alto nivel de protección social, lo que constituye una receta económica poco frecuente. El modelo económico luxemburgués nos demuestra que un país pequeño pero estable puede prosperar en una economía globalizada si cuenta con instituciones transparentes y un capital humano de alto nivel.
Caracterizada por un equilibrio entre disciplina y solidaridad, Austria es un ejemplo de economía social de mercado madura, similar al modelo alemán. Con una deuda pública del 60,7% del PIB, los principales sectores económicos son: la industria mecánica y del automóvil, el turismo de montaña, la energía y los servicios financieros. Austria destina aproximadamente el 27% de su presupuesto a la protección social, haciendo hincapié en la sanidad y la educación. Políticamente, el Estado se ha mantenido estable, y en términos fiscales, Viena mantiene un equilibrio entre gastos e ingresos, y la deuda pública se mantiene bajo control.
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